domingo, 4 de octubre de 2009

Psicofonías


Hace no muchos años, una de esas macroescuelas de jazz estadounidenses (no sé si era Berklee o la Manhattan School of Music) invitó a Wayne Shorter a dar una conferencia. Imaginaos el aula magna abarrotada de chavales prometedores y competitivos, la flor y nata de la promoción académica, chiquillos cuya experiencia del mundo se reduce a facebook y la cabina de estudio. Todos esperan que el legendario saxofonista les obsequie con una charla paternal, motivadora, un amable sermón que les hable de los valores americanos en el jazz, de la importancia de estudiar la tradición, el bebop, los standards... Pues bien, el maestro sube al estrado y arranca así: “¿Queréis saber qué es para mí tocar jazz?” (silencio expectante) “Para mí tocar jazz es hablar con los muertos”.

 

¿Qué quería decir? Que, efectivamente, los grandes músicos con los que antaño compartió escenario, quienes le iniciaron en el lenguaje del jazz, aquellos maestros irrepetibles... todos han muerto. Miles Davis, Art Blakey, Lee Morgan, Elvin Jones. Que su música es un acto de comunicación, no ya con el público, sino con los espíritus. Esta extravagancia no sorprende tanto al conocedor de la obra de Shorter. Muchos consideramos su disco “Speak No Evil” (grabado en 1964) como su obra maestra, y, como él mismo explica en las liner notes, se trata de una colección programática de composiciones originales (excepto “Dance Cadaverous”, una versión libre del Valse Triste de Sibelius) cuyo hilo conductor es la noche, lo macabro, lo fantasmagórico: “misty landscapes with wild flowers and strange, dimly-seen shapes — the kind of place where folklore and legends are born”, en sus propias palabras. Un tema cuando menos curioso, a primera vista más apropiado para un poeta simbolista francés que para un negro americano de los sesenta, al que se debería suponer más preocupado por el pan-africanismo y los textos de Marcus Garvey. Pero vamos a ir más allá de la anécdota: cuando Shorter identifica su música con un diálogo con los muertos, está siendo absolutamente moderno, porque nuestra época es la época de las fantasmagorías. En efecto, la modernidad consiste en que los espectros conviven con nosotros, y lo tenemos tan asimilado que no nos damos ni cuenta.

 

Me explico: en torno al 1900 la burguesía europea barruntaba esta “era de los fantasmas” que se nos venía encima. Los estratos acomodados de la sociedad se interesaban apasionadamente por novedades tales como el espiritismo, los trances y las sesiones con médium. En novelas tan realistas y respetables como La montaña mágica de Thomas Mann (1924), es perfectamente coherente con el espíritu de la época que se aparezca el espectro de Joachim Ziemssen durante el transcurso de una sesión de espiritismo. Pero ahora nos hemos acostumbrado y estas cosas no nos sorprenden en absoluto: ha sido la tecnología, y no la ouija, la responsable de normalizar nuestra convivencia con los fantasmas. Por ejemplo, sin ir más lejos, hace un rato se me apareció en la televisión el señor Félix Rodríguez de la Fuente. A todo color, y hablando. Y todos sabéis que Félix Rodríguez de la Fuente murió en un accidente aéreo en 1980. Y eso no es lo más terrorífico: cualquier película anterior a 1940 está interpretada por un elenco de actores que hoy están, casi con absoluta seguridad, muertos. Todos. Sin embargo, ahí les tienes, haciendo lo mismo que llevan haciendo setenta años. Igual que se dice que hacían los espíritus: a) La proyección espectral de Herne el Cazador cabalga cada medianoche por el bosque de Windsor haciendo sonar sus cadenas; b) La proyección espectral de Kim Novak se precipita desde lo alto de un campanario cada vez que alguien proyecta Vértigo de Hitchcock. Esto nos lleva a concluir que, pasada una cierta cantidad de años desde el día de su estreno, toda película se acaba convirtiendo en una película de muertos vivientes. Sic transit gloria mundi. ¡Qué lucidez la de Spielberg como guionista de Poltergeist! ¿De dónde salen los espectros? ¡De la televisión! ¡Pues claro! ¡Es de ahí de donde salen todo el tiempo! Ángel González García, en su ensayo “Distracciones fúnebres” (publicado en Arte y Terror, Mudito & Co. 2008), recorre la historia técnica de la proyección de fantasmagorías: la linterna mágica, el fantascopio, el megascopio, el cinematógrafo, la televisión. “Quienes se quejan de que echen por la tele tantas escenas de muerte o destrucción deberían considerar que tal vez fuera inventada con ese lúgubre propósito, que ciertamente se vuelve grotesco al sucederse otras escenas en las que los joviales fantasmas pugnan por acertar el título de una canción y ganar un televisor donde podrán ver a otros muy parecidos” (ibíd., p. 38).

 

Por eso, cada vez que escuchamos un disco de John Coltrane, de Kurt Cobain, de Johnny Cash, de Pau Casals o de cualquier otro difunto, un escalofrío nos debería recorrer la espalda, porque lo que estamos escuchando son psicofonías. Una sombra, la sombra del sonido o de la voz de un muerto, que quedó registrada en vida merced a la tecnología del estudio de grabación. Pero estamos tan acostumbrados a este prodigio que les perdemos el respeto a los difuntos... ponemos a El Fary o a Lola Flores mientras tendemos la ropa, nos ponemos a Michael Jackson en el iPod para ir a hacer jogging... mi amigo Aleix llegó al extremo de poner a Camarón como tono de llamada en el móvil. “Volando voy...” ¡Sí, volando, como las ánimas en la Noche de Walpurgis! Ya nadie se sorprende por estas cosas; de hecho, la tendencia es usar este material ectoplásmico a nuestro antojo, como un bien de consumo. Involucramos a los muertos en nuestro mundo como si fueran papel pintado. Rubén “Watch TV” García no tiene ningún problema en usar en sus conciertos un sample de Bessie Smith (muerta en 1937), ¡e incluso hacerle una segunda voz en directo! Ed Wood fue un pionero de todo esto. Mr. Wood quiso que Bela Lugosi fuera el protagonista de su cinta Plan 9 from Outer Space (considerada “la peor película de todos los tiempos”, respecto a lo cual no puedo estar más en desacuerdo), y lo consiguió, pese a que Bela Lugosi murió antes de empezar el rodaje. A tal fin, Ed Wood combinó fragmentos de metraje que había rodado previamente, en vida del actor (aunque originariamente no tenían nada que ver con la trama de la película), con la actuación de un quiromasajista que guardaba un extraordinario parecido con Lugosi.

 

Todo este toma y daca de vivos y muertos acaba por generar una atmósfera de relatividad cronológica, de atemporalidad. Cualquier grabación, ya sea de audio o de vídeo, es la huella de un pasado irrecuperable e irrepetible: algo que in illo tempore fue interpretado y quedó registrado por obra y gracia de la tecnología. Somos conscientes de que el curso de nuestras vidas es un proceso lineal de metamorfosis: cada día, cada minuto que pasa, aprendemos, olvidamos, nos ilusionamos, nos desengañamos. Envejecemos. La oruga se vuelve mariposa, la mariposa se vuelve oruga; muchos pasan por este mundo sin salir de la crisálida. La muerte no es algo que nos acontecerá de golpe en un futuro, sino que día a día, silenciosamente, vamos muriendo. En su mítico telar, las parcas van haciendo su trabajo, devanando el hilo de nuestra vida... ¿qué harán luego con él? ¿Un jersecito? ¿Una bufanda para Caronte? Para Quevedo cada cumpleaños era un funeral... ¿No habéis tenido nunca una cierta sensación de alienación al mirar una foto vuestra de hace años? A veces experimentamos ternura, simpatía; a veces pensamos “¡pobre incauto! Si tú supieras...”, pero siempre sentimos la presencia de un abismo entre nuestra mirada y la mirada congelada del tipo de la foto. De modo que cuando escuchamos nuestra voz grabada, es también nuestro propio fantasma, la proyección psíquica de quien una vez fuimos, quien nos está hablando. Vivimos en un mundo en el que nuestro propio pasado se materializa a nuestra merced; tenemos los discos duros rebosantes de ectoplasma, en formato .jpg, .mpeg, .wav o mp3. Nuestro momento presente se interconecta con el pretérito a través de mil canales, y así se teje un inmenso trampantojo temporal en el que necesitamos una visión cada vez más perspicaz para distinguir los vivos de los muertos. Viene bien ir de vez en cuando al teatro o a un concierto, para experimentar de primera mano lo realmente simultáneo, y no alimentarnos exclusivamente de productos congelados, como el cine o los discos. Decía Walter Benjamin que la reproducción mecánica de la obra de arte redunda en la pérdida del aura, lo que viene a ser su "alma"... ¿no sería al revés? ¿No sería la obra registrada, industrialmente multiplicada y privada de su contexto original, una especie de “alma en pena”?

 

Cuanto más conscientes seamos de esta ubicuidad cronológica, de estos “agujeros de gusano” que nos trasladan en el tiempo, mejor conoceremos las herramientas que hoy nos brinda el arte. Bienvenidos sean los espíritus.

 

“Car dans ce monde léthargique

Toujours en proie au vieux remords

Le seul rire encore logique

Est celui des têtes de morts”.

(“Pues en este mundo letárgico, / siempre presa de antiguos remordimientos, / la única risa aún lógica / es la de las calaveras”)

 

Paul Verlaine

sábado, 12 de septiembre de 2009

Paisajismo


En la entrada inaugural de este blog, “Tapicerías”, estuve delimitando las diferencias entre géneros musicales concebidos de forma narrativa y aquéllos con un carácter más ornamental. La belleza potencial de estos últimos emana de un carácter pasivo y estático que invita a la contemplación, un goce estético del tipo que experimentamos al contemplar un paisaje. No es casual que este tipo de composiciones contemplativas y atmosféricas sea aludido a veces como soundscape, “paisaje sonoro”. El paisaje no interpela directamente al espectador, sino que existe de por sí, y es nuestra propia voluntad la que opta libremente por ignorarlo o por introducirnos psíquicamente en él y empatizar con su belleza. La naturaleza misma del fenómeno estético al que nos enfrentamos determina si nuestra actitud ante él va a ser activa o pasiva, y ésta va a ser siempre del polo opuesto a la que adopta dicho fenómeno. Voy a recurrir una vez más al ejemplo extremo del tren de la bruja. ¿Conocéis el “Pasaje del Terror”? Es un caso radical de inmersión en un entorno dramático, una verdadera lección magistral de arte proactivo: los protagonistas de la mascarada se manifiestan entre nubes de humo, gritos y efectos especiales; persiguen al público con cuchillos y sierras eléctricas. Creo que el teatro experimental ha intentado cosas parecidas, con resultados mucho más mediocres, tanto en efectividad como en éxito de público. En este caso, el espectador es también víctima, y queda relegado a un papel pasivo mientras la obra le agrede y le amenaza. El cine de acción actúa de manera muy parecida: las películas de Jackie Chan son la muestra más delirante de ese cóctel de coreografías de artes marciales y ritmo narrativo vertiginoso que reducen al patio de butacas a un estado de perplejidad boquiabierta. Hace un par de semanas hablaba con un amigo estadounidense, muy sorprendido de que el cine de Woody Allen tuviera tanto éxito en Europa: “¿qué pasa en las películas de Woody Allen? No pasa nada, nada más que el tipo hablando, y una historia de pareja sin nada especial, y todo muy lento. Me aburre. Cuando yo voy al cine, y pago la entrada con mi dinero, tengo derecho a exigir acción. No me voy a sentar en una butaca durante dos horas para ver una película en la que no pasa nada”. Comprar una ración de acción: es el mismo principio de aquellos autómatas decimonónicos, robots de hojalata con alma de relojería que permanecían inmóviles hasta que una moneda despertaba su mecanismo; y entonces la muñequita danzaba un minué, el capitán saludaba levantando la gorra y el mago oriental leía el futuro y vomitaba tarjetitas con predicciones por una ranura. En Barcelona, en el Tibidabo, había un museo de autómatas... si sigue abierto, os recomiendo hacer una visita a estos artilugios macabros y mohosos que muestran sus habilidades a cambio de un óbolo.

 

Al otro cabo de la cuerda, están las formas de experiencia estética que se alinean con el paisajismo. Un paisaje es un fenómeno pasivo, ergo exige una actitud activa por parte del espectador para respirar su atmósfera. Ahora que van a hacer cien años de su nacimiento, invoco a Akira Kurosawa (aunque también venga del lejano Oriente, no tiene nada que ver con Jackie Chan), a los planos estáticos, congelados, de Ran, Los sueños, Dersu Uzala o Kagemusha. Kurosawa apela a la atención contemplativa, meditativa, por parte del espectador, y desde el momento en que requiere la participación activa de la energía evocadora del público, sus escenas-paisaje obran el milagro de una reacción química emocional. Francisco Calvo Serraller, el catedrático de Historia del Arte, dijo un día en clase que el verdadero arte exige un esfuerzo por parte del espectador; aquello que no exige nada, sino que es puramente presentativo y reduce al espectador a un papel pasivo, es banal. Buen ensayo para una definición de banalidad. Un punto para don Paco.

 

De acuerdo con las convenciones pictóricas, el paisaje es un telón de fondo sobre el que se superpone el motivo principal. El paisaje es un bosquecillo difuminado a la espalda de la Mona Lisa, es el atardecer sangriento de Mühlberg detrás de Carlos V y su caballo. Pero ¿qué pasa si la Gioconda se ha ido de vacaciones? ¿O si el insigne Habsburgo abandona el lienzo para hacer una visita al baño? Entonces lo que nos queda es el paisaje, y una ausencia parlante que debemos llenar nosotros, como espectadores, con nuestra propia energía emocional. Un paisaje vacío nos ofrece la alternativa de entrar psíquicamente en su ámbito. En aquellas ambiciosas composiciones que pintaban los pompiers, los académicos decimonónicos franceses, se aprietan tantos romanos y cartagineses, tantos napoleones y bonapartes, que no hay sitio para nosotros; por contra, acercaos al Thyssen a ver ese “Deshielo en Vétheuil” de Monet para comprobar cómo aquel tipo que tan sólo pintaba lo que veía (Monet era un ojo) consigue implicarnos emocionalmente en una atmósfera casi sagrada, de invierno y de silencio.

 

Pero voy a ir al grano, que a este paso voy a tener que abrir un blog paralelo que se llame “Malditos pintores”... ¿Cómo se traduce esto en música? En inglés está clarísimo: usan la misma palabra, background, para el decorado de una escenografía teatral, para el paisaje que proporciona fondo y perspectiva a un cuadro, y para el acompañamiento musical. Ese bajo de Alberti que queda cuando le cortamos la mano derecha al pianista en mitad de una sonata de Mozart. Cuando yo era adolescente y estudiaba música, desarrollé una enorme simpatía por los acompañamientos; siempre me daba la sensación de que al aparecer la melodía se echaba algo a perder de la mágica expectación creada previamente por el background. La melodía es esa figura que siempre quiere estar en primer plano (vamos, lo que se viene a llamar una chupacámaras), y aspira a quedarse de inquilina en nuestro cerebro, allá donde se alojan las melodías pegadizas. De modo que ya con catorce años sentía el impulso de escribir música en la que el acompañamiento se viera liberado de su papel servil y pasara a un primer plano. Entonces aún no lo sabía, pero la mía era una vocación de paisajista.

 

¿Cuándo y cómo se empezaron a componer paisajes sonoros? No lo tengo muy claro... Pienso en ese interminable acorde estático de mi bemol mayor con que arranca la Tetralogía de Wagner, pienso en Scriabin y sus masas orquestales etéreas... Pienso sobre todo en Debussy, en La catedral sumergida, Nubes, en el Preludio a la siesta de un fauno (¡qué fino hiló Vd. con el título, monsieur Mallarmé, al dedicarle un poema a una gayola!). Se trata de obras y fragmentos donde predomina la textura sobre la melodía; quedan atrás los recursos retóricos de esas formas musicales con las que la tradición había lastrado a los compositores. En estos ejemplos de Debussy, el oyente se ve rodeado por la neblina de una atmósfera sonora indefinida sin ninguna referencia firme donde agarrarse; los motivos melódicos aparecen y desaparecen como espejismos. Esta incursión por terra incognita se convierte en todo un precedente para los compositores del XX, que se lanzan a explorar el mundo de las texturas; en su golpe de estado, no dudan en defenestrar a su majestad la melodía, que jura venganza y se hace fuerte entre la plebe. En efecto, la élite académica del XX, desde su trinchera de los conservatorios, no dudará en calificar despectivamente como “música melódica” a los géneros populares. Y avanza el siglo, y cicatrizan las guerras mundiales, y perdemos de vista a los compositores de “música culta” (así se autodenominan), solos y aislados en su bunker de marfil, resistiendo el asedio gracias a las subvenciones... ¿cuánto tiempo aguantarán aún? Y descubrimos que en el mundo de lo que estos señores llaman “música ligera” (es decir, todo lo que no es lo que ellos hacen, de Coltrane a Peret), los soundscapes se abren un hueco en el entorno musical global. Los experimentos electroacústicos de Raymond Scott, In a Silent Way de Miles Davis, el rock psicotrópico, el new age, el minimalismo, el dub jamaicano... La música de baile electrónica entra de lleno en esa senda iniciática del soundscape que exige como rito la negación de la melodía; quizá el punto de no retorno llega en torno al año ochenta, cuando un puñado de gays afroamericanos se empiezan a juntar en Chicago en un antro oscuro, The Warehouse, para bailar aquellos temas hipnóticos que pinchaba Frankie Knuckles; un estilo musical que dieron en llamar House en honor al garito anfitrión. Hicieron historia. En cierto sentido, la evolución del paisaje sonoro en la música popular desde los 60 hasta hoy corre paralela a una historia social de las drogas. No hay dub sin marihuana, ni psicodelia sin LSD, ni techno sin éxtasis, y me da la sensación de que cuando Miles grabó In a Silent Way no estaban a caramelos de menta precisamente... En cuanto a los new age, usan formas más sanas y recomendables de alcanzar estados alterados de consciencia, como yoga o meditación. Aunque me temo que son menos eficaces.

 

Cuando una obra musical traslada el paisaje al primer plano, esto no implica necesariamente la eliminación total del elemento melódico; del mismo modo que en Debussy, las sesiones de música electrónica más deep esconden fantasmas de melodías que no llegan a hilarse en un continuum, retales fraseológicos que no acaban de formar un discurso retórico sólido. Es típico de la técnica del remix aislar unidades mínimas de la melodía vocal original, de modo que pierden su entidad propia y se convierten en un elemento más del groove. Las palabras llegan a perder su significado... ¿quién no ha experimentado ese espejismo acústico, tan típico en el house, de escuchar en la discoteca un sample vocal repetido obsesivamente hasta que percibimos claramente palabras que no tienen nada que ver con el significante original? Monja, monja, monja, mon, jamón, jamón, jamón... Algo parecido ocurre con los contornos melódicos que flotan en un background sin formar parte de un conjunto narrativo... Son como los pictogramas que salpican los cuadros de Klee o Miró; como esos microorganismos, esas fantasías minerales que pueblan los horizontes desnudos de los cuadros de Yves Tanguy. Son seres que vagan, trozos de ectoplasma que no se relacionan unos con otros. Pensad en Ran, de Kurosawa: figuras lejanas, aisladas, inmóviles, azotadas por el viento; pequeños vectores de pathos en un paisaje solemne. Son esos cantos de pájaro irreales, metalizados, que Messiaen dejaba caer en un cosmos sonoro de sacra quietud (mucho de esto en De los cañones a las estrellas, por ejemplo). En efecto, hay otra manera de relacionar la melodía con el paisaje sonoro que la rodea, de romper la jerarquía dualista entre foreground y background. Os debo todavía una explicación sobre ese tema que tanto me interesa, el de la obra de arte considerada como trampa. Pero os adelanto que, si un paisaje sonoro es una trampa, la melodía es... el cebo.

lunes, 31 de agosto de 2009

Zombies


Acabo de pasar unos días en Londres. Alimentaba cierta expectación, no sólo por la apabullante oferta cultural de la ciudad, sino por echar un vistazo in situ al lugar donde nació y se desarrolló la escena de West London, el sonido de esos broken beats que nunca terminaron de despegar de la escena underground pero que atrajeron la atención de músicos y productores de la aldea global, con su energética síntesis de soul, jazz y breaks; beats que son como una evolución fresca y electrónica del Chick Corea de Leprechaun o Return to Forever. Desde más o menos el cambio de siglo, la distribuidora Goya Music actuaba como un paraguas legal para editar y cohesionar los múltiples y camaleónicos mini-sellos discográficos que surgieron en torno a esta corriente (Mainsqueeze, People, 2000 Black, Neroli...), mientras que Co-Op se convirtió en la sociedad cooperativa encargada de organizar eventos, fiestas y sesiones para que los broken beats hicieran el mayor ruido posible en la escena londinense. El cuartel general de Co-Op era un sótano oscuro y pegajoso de Curtain Road, el Plastic People, que acogía una sesión estable donde pinchaban sus últimos temas los abanderados de la escena: Domu, IG Culture, Seiji, Afronaught, Dego... Pero, oh caprichos de la moda, hace ya tres o cuatro años que los broken beats pasaron de moda en esa alcantarilla de las tendencias, agua que corre: Goya Music quebró, Co-Op se quedó sin sede y acabó por dejar de organizar fiestas; los modernos hambrientos de soul se refugiaron en la siempre resultona onda retro (Amy Winehouse y similares), que ha salido totalmente “overground” en una acogida espectacular por el gran público (aunque no olvidemos que las remezclas de Frank, el primer disco de Amy, antes del pelotazo de Back to Black con Mark Ronson, las firmaban Bugz in the Attic, Seiji y brokenbeateros de pro), mientras que la escena underground se vio desbordada por ese otro nuevo estilo de breaks, más oscuro y violento, llamado dubstep. Mientras los soulful beats de West London fueron pasto exclusivo de un público minoritario, el dubstep se ha convertido en un fenómeno más popular, sobre todo en un público joven. El rostro vocal del dubstep, el grime, me ha producido rechazo desde sus orígenes por la violencia y la actitud poligonera de sus letras; sin embargo, encontré en el dubstep instrumental una serie de elementos atractivos: beats espaciados, bajos profundos y reptantes en primer plano (herencia de Jamaica y de la cultura de soundsystem londinense) y producciones atmosféricas e inquietantes. El LP de Burial se convirtió en un fenómeno internacional (aunque a mí me parece de lo más aburrido), y elementos del dubstep se transparentan en fenómenos etnoelectrónicos de la nueva aldea global, como el maravillosamente estridente Arular de M.I.A. o la más reciente cantante dominicana Maluca, que se está comiendo con patatas la escena latina de NY; de la escena de dubstep londinense están saliendo nuevas caras de la MTV, con sus capuchas y sus gorras tiesas: toyacos sin complejos como Tinchy Stryder. Vamos, que a la chavalería cazatendencias londinense se le llena la boca y el esófago con esto del dubstep, y por eso precisamente no se le puede pasar por alto.

 

Así que ¿qué pudo hacer nuestro agente especial en Londres, Alex Cid, sino aprovechar para darse un garbeo por el mismísimo corazón palpitante del dubstep? Estoy hablando de Forward, la sesión que se organiza en... adivinadlo: el Plastic People. Marta decidió quedarse en el hotel. Muy sabiamente, porque desde que entró una vez en la galería subterránea de la pirámide de Kefrén sufre ataques temporales de claustrofobia, y os aseguro que aquello del Plastic People era bastante más agobiante, húmedo y caluroso que la tumba de cualquier faraón del Imperio Antiguo, con penumbra y techos bajos incluidos en las cinco libras de la entrada. Doy fe de que eso del dubstep es todo un fenómeno en la capital británica: el garito estaba a reventar de chavales londinenses, público mixto y multirracial entre 18 y 30 años dispuesto a perder litros y litros de sudor... debe de ser parte del ritual, porque algunos insiders llevaban el masoquismo al extremo de lanzarse a la pista con sus sudaderas (nunca mejor dicho) bien cerradas y la capucha cubriéndoles hasta la visera. El público estaba entregado incondicionalmente, y más o menos high según los casos, y puedo decir que nunca me había sometido (esa es la palabra) a una experiencia sonora de tal calibre. Los graves del mítico sistema de sonido del garito estaban desproporcionadamente potenciados, de modo que las andanadas de bajos subterráneos, protagonistas absolutos del entorno sonoro, daban al público literalmente una paliza de bajas frecuencias. Cada nota de los bajos resonaba en un punto distinto del cuerpo. Recuerdo un tema en el que una frecuencia me estaba haciendo vibrar un músculo del cuello hasta el umbral del dolor. Me acordé de que siempre me quejo de que los sistemas de sonido de España no tienen graves... ¿es que no podemos encontrar un término medio, señores?

 

De vez en cuando aparecían MCs invitados, con un flow brutal cargado de jamaicanismo, y menos mal que no entendía nada de lo que decían porque seguro que no me hubiera gustado. Pero la parte más sorprendente era la actitud del DJ frente al público. No era en absoluto una sesión continua: todo lo contrario. Era una yuxtaposición aparentemente caótica de fragmentos, principios de temas, ruidos estridentes, atmósferas, todo ello animado por la voz del propio DJ, que disponía de un micrófono y jaleaba a la audiencia como si de un programa de radio se tratase. A veces decía de quién era el tema que iba a pinchar, a veces insultaba al público (“You gonna fuckin suck my dick fuckers” y lindezas por el estilo)... Vamos, todo lo contrario de un DJ ornamental. Tenía la vocación y la presencia de un verdadero maestro de ceremonias, de un teaser. La relación que se establecía con el público era descaradamente sadomasoquista. Nosotros estábamos allí para ser castigados. Esto me recuerda a... ¿conocéis a Merzbow? Es un artista japonés, una mente inquieta y perversa y uno de los estandartes del noise más experimental y chirriante. Merzbow habla de la interacción física de la música con el oyente, de la percepción acústica como una realidad táctil que hace vibrar nuestro cuerpo. Un sonido puede ser una caricia o un azote, y la elección de uno u otro recurso, o combinación de ambos, por parte del músico o compositor (o DJ en nuestro caso) condiciona una relación erótica de poder con el oyente. No en vano Merzbow es el autor de Music for a Bondage Performance, todo un clásico del ruidismo, y todo un gurú de la intelligentsia fetichista / s&m nipona. ¿Os suena todo esto muy bizarro? No lo es tanto, pensad un poco... Es bien sabido que una de las razones principales por las que el público va a un concierto es... ¡para que le den caña! Sí, el éxtasis llega cuando el cantante, armado de decenas de miles de vatios de poder sonoro, insulta al público, escupe al público, orina sobre el público. El guitarrista lanza un acople a mala hostia para que nos sangren los oídos. ¡De esto va el rock’n’roll, amigos! Y este tipo de relación con el arte no es exclusiva del ámbito musical. Pensad en una exposición de Francis Bacon; ¿acaso la gente se detiene delante de una Crucifixión para decir “qué bonito”? No, los amasijos gritones de carne y vísceras que pintaba Bacon están sobre el lienzo para revolvernos, para violentar nuestra sensibilidad estética. Por no hablar de los accionistas vieneses y sus sanguinolentas performances. Y en la literatura, Bukowsky o Burroughs (el de Naked Lunch, no el de Tarzán). O, volviendo al universo cultural más popular, todo el fenómeno del gore: para cerrar el círculo, los flyers y carteles de dubstep recurren a menudo a la imaginería del gore. Zombies de cuyas órbitas huecas mana sangre a borbotones. ¡Bingo! Esto es infinitamente más atractivo para los chavales que la actitud cool y sofisticada de sus predecesores los broken beats.

 

Pero quizás lo que más me llamó la atención en aquella intensa velada de Forward fue la aparente falta de estructura de la sesión. El DJ lanza un ritmo demoledor, lo para en seco a los dos compases. Ahora una sección de ruidos totalmente arrítmica, ahora de nuevo cuatro compases de una base dislocada y violenta. Un corte más, un par de insultos, un bajo atronador. Más atmósferas. Surgido de la nada, un groove monstruoso. Corte. Ruidos. Distorsiones. Un saludo para mi colega Rusty que está en la sala. Ruidos. Otro beat, esta vez quince segundos. Para el disco. Entonces de repente caí en la cuenta: lo que está haciendo el DJ es... ¡zapping! Nada más adecuado para un mundo en que las nuevas generaciones están acostumbradas a que el material mediático se suceda a velocidad de vértigo: ¿un tema de tres minutos? ¿Quién va a escuchar eso entero? Basta con el estribillo, o ese subidón tan guapo, y a otra cosa; es una cadena de estímulos apretujados uno contra otro. La sesión, en efecto, era como uno de estos programas de televisión que muestran, uno tras otro y en sucesión vertiginosa, los “mejores momentos” de la programación; un perrito que baila la rumba, un reportero al que se le vuela la peluca, un triple accidente mortal en la A-4, una famosa que pierde los papeles delante de las cámaras, un robot que toca el acordeón, una masacre en Ciudad Juárez, un surfista cojo cabalgando olas en Nueva Zelanda... diez segundos de cada cosa son suficientes, con la premisa de que tienen que ser impactantes. Es la filosofía de Twitter: resume todo lo que tengas que decir en una sola frase, ¡y que tenga gancho!

 

Así que salí del Plastic People con una sensación de alivio por respirar otra vez aire fresco y haber salido del reino de los zombies, pero también un tanto caviloso, porque vi allí las tendencias del lenguaje, y no me gustó el mensaje ni la retórica. En aquella televisión underground no se paraba de hacer zapping, y en todos los canales había películas gore. Hace apenas dos semanas se cumplían cuarenta años de Woodstock. ¿Qué fue de aquello? ¿Dónde nos equivocamos?

jueves, 23 de julio de 2009

Políticamente sospechosa

Un tema de debate…

Me limito a transcribir las palabras que pronuncia Settembrini en La montaña mágica, de Thomas Mann, en traducción de Isabel García Adánez:

“¿Me preguntaba acerca de la música? […] La música… es lo no articulado, lo equívoco, lo irresponsable, lo indiferente. Tal vez quieran objetar que puede ser clara. Pero la naturaleza también, al igual que un simple arroyuelo puede ser claro, ¿y de qué nos sirve eso? No es la claridad verdadera, es una claridad ilusoria que no nos dice nada y no nos compromete a nada, una claridad sin consecuencias y, por tanto, peligrosa, puesto que nos seduce y nos amansa… Concedan ustedes esa magnanimidad a la música. Bien…, así inflamará nuestros afectos. ¡Pero lo importante es poder inflamar nuestra razón! La música parece ser el movimiento mismo, pero a pesar de eso, sospecho en ella un atisbo de estatismo. Déjeme llevar mi tesis hasta el extremo. Siento hacia la música una antipatía de índole política. […] La música es inapreciable como medio supremo de provocar el entusiasmo, como fuerza que nos eleva y nos arrastra hacia delante, cuando encuentra un espíritu preparado para sus efectos. Sin embargo, la literatura debe haberla precedido. La música sola no hace avanzar al mundo. La música sola es peligrosa. […] El arte es moral en la medida en que despierta a las personas. Pero ¿qué pasa cuando ocurre lo contrario: cuando anestesia, adormece y obstaculiza la actividad y el progreso? La música también puede hacer eso, es decir, ejercer la misma influencia que los estupefacientes. ¡Un efecto diabólico, señores míos! El opio es cosa del diablo, pues provoca el embotamiento de la razón, el estancamiento, el ocio, la pasividad… Les aseguro que la música encierra algo sospechoso. Sostengo que es de una naturaleza ambigua. Y no es ir demasiado lejos si la califico de políticamente sospechosa.”

¿Qué os parece?

martes, 14 de julio de 2009

Variaciones Cronshaw

Hoy lo primero que voy a hacer va a ser daros las gracias. Al lanzarme a la aventura de escribir un blog (o lo que demonios sea esto) no era otra mi intención que reflexionar en voz alta, plasmar por escrito el escombro de ideas que genera mi mente para ver si es posible reconvertirlas en material de construcción, y de paso compartirlas con aquellos de mis colegas que pudieran estar interesados. Pues bien, el resultado ha superado mis expectativas: pese a que sé que mis entradas no son precisamente lectura ligera, he visto un interés real, y los comentarios e impresiones que me llegan de vosotros son de lo más motivador, me descubren caminos, lecturas e interpretaciones diferentes, y me han hecho descubrir que Malditos músicos es, y debe ser, una obra abierta. Una de las observaciones más certeras me la lanzó el otro día a bocajarro Juan Camacho; habéis de saber que Juan Camacho no sólo es colombiano, guitarrista y compositor de títulos como Viajero en el metro apoyando la barbilla en la mano, Náufrago cruzando la pasarela sobre la autopista o Los artesanos encuentran a Dante camino del infierno (este último inédito), sino que además es un tipo muy sesudo, y por eso le concedí el mayor de los créditos cuando me comentó: “He leído tu blog. Está muy bien, pero… ¿y qué?” That is the question. ¿Y qué? Tapicerías, laberintos… Todo esto tiene que ser una tapadera. ¿No se supone que esto es un blog sobre música? ¿Adónde quiere ir a parar Alex Cid? ¿Qué es lo que pretende? ¿Cuáles son sus siniestros propósitos?

Pues bien, os lo aclararé. Esto pretende ser el diario de una investigación, una investigación sobre estética. Y una investigación puede ser de dos tipos: uno es aquél en el que se conoce de antemano el resultado al que se quiere llegar, y con tal fin se manipulan –consciente o inconscientemente- los hechos, se fuerza la lógica del discurso y se encauza el razonamiento para desembocar triunfalmente en nuestra meta cognoscitiva prefijada. El otro tipo de investigación es el de quien se lanza sin paracaídas a un abismo de ignorancia, desconociendo el resultado al que puede llegar, y hasta si llegará a algún tipo de resultado. Esto pretende ser una investigación de este segundo tipo, pues ésta es la actitud del verdadero aventurero de la ciencia, el que no conoce nada más allá del camino recorrido y tiene que conquistar terreno a la oscuridad centímetro a centímetro, retroceder a veces en un cul-de-sac, rehacer una y otra vez el mapa de lo conocido… en ese sentido, cualquier investigación es un laberinto en sí misma; y una búsqueda como ésta, que pretende ser en cierto modo una investigación sobre los laberintos, sería un metalaberinto en toda regla. La cuestión se complica desde el momento en que fijamos el terreno de juego: se trata de la estética, disciplina escurridiza donde las haya; la materia de la que está hecha es subjetividad pura (“stuff that dreams are made of”, como dice Bogart en El halcón maltés). Como hipótesis de trabajo, creo en la existencia de una “gramática” de la estética, pero su funcionamiento no es jurisdicción de la razón, sino que se rige por una elusiva lógica poética que entra de pleno en la órbita de lo irracional. La metáfora es el álgebra de la poesía. Por eso esta investigación, esta búsqueda del Santo Grial que es Malditos músicos, está condenada a no encontrar leyes universales, conclusiones categóricas ni nada por el estilo, sino tan sólo imágenes, correspondencias místicas, sombras de sueños, las contradicciones inevitables de un laberinto de espejos. En El péndulo de Foucault, Umberto Eco nos presenta un manuscrito que se puede descifrar como un código esotérico o como una lista de lavandería, y ambas interpretaciones son igualmente demostrables y válidas. Desde el momento en que abandonamos el terreno de las ciencias exactas, sabemos que cualquier búsqueda va a acabar inevitablemente en un laberinto… en una trampa.

En efecto, después de Tapicerías y La casa de Asterión mi intención era continuar con ese hilo de pensamiento en un artículo que llevaría el título La poética de la trampa. El ornamento se convierte en laberinto, el laberinto se convierte en trampa. Sin embargo, aquí el terreno se vuelve especialmente escabroso, y me veo obligado a darle aún unas cuantas vueltas más antes de atreverme a escribir sobre ello. Como cuando echábamos un vistazo a los laberintos, el mundo de la trampa está regido por la ley del equívoco, de las máscaras y los disfraces… baste decir que todo esto implica que, de alguna manera, un creador se dedica a hacer trampas, y eso no está bien visto sobre ningún tapete de juego. Por absurda que parezca la idea, está bien anclada en nuestro imaginario. De un buen libro, una serie o una película decimos que nos atrapa, que nos engancha como si fuéramos besugos mordiendo un anzuelo. En esta relación entre contemplación y cautividad, y en el diseño de trampas estéticas, creo haber encontrado un eslabón importante de ese sistema universal de lógica poética… pero necesito aún un poco más de tiempo, porque las ideas están aún crudas y necesitan un poco más de cocción (por supuesto, en la olla… ¡qué símil tan afortunado debemos, una vez más, a la cultura popular!). Os adelanto que la cosa tiene enjundia y seguro que va a traer polémica, así que echad a temblar cuando termine de amueblarme la cabeza y me decida a publicarlo. Permanezca en sintonía.

Aparentemente os he dado una respuesta a la pregunta filosófica de Juan Camacho, ese inmenso “¿y qué?”: Alex Cid os está conduciendo de cabeza… ¿a dónde? Está clarísimo: a una trampa. ¡Mierda!

Hay quien se queja de que el contenido de Malditos músicos no tiene mucho que ver con la música. Aquí, en efecto, se habla de tapices y laberintos, pero no como manifestación plástica, sino como experiencia estética. En realidad, la ley que gobierna el desarrollo de un patrón ornamental, en cuanto fenómeno rítmico, es el tiempo. Merece la pena detenerse un poco en esta dualidad engañosa entre manifestaciones plásticas y sonoras; comparando música y pintura, Kandinsky escribió: “En lo que se refiere al empleo de la forma, la música puede obtener resultados inasequibles a la pintura. La música, por otro lado, no tiene algunas de las cualidades de la pintura. Por ejemplo, la música dispone del tiempo, de la dimensión del tiempo. La pintura, que no posee esta característica, puede sin embargo presentar al espectador todo el contenido de la obra en un instante” (De lo espiritual en el arte). ¿Suena razonable? Pues es verdad sólo a medias. Con permiso de Kandinsky, quiero llamar la atención sobre el hecho de que la experiencia estética, tanto de la pintura como de la música, se desarrolla necesariamente en el tiempo. Mark Rothko la describe como un viaje; la cita de su ensayo La realidad del artista que reproduzco a continuación es muy reveladora: “En la pintura, la plasticidad se logra mediante una sensación de movimiento, tanto hacia el interior del lienzo como fuera del espacio anterior a la superficie del lienzo. En realidad, el artista invita al espectador a hacer un viaje dentro del ámbito del lienzo. El espectador debe moverse con las formas del artista, hacia dentro y hacia fuera, por debajo y por encima, en diagonal y en horizontal; debe seguir la curva de las esferas, atravesar túneles, deslizarse por pendientes a veces, realizar una proeza aérea volando de punto en punto, atraído por algún imán irresistible a través del espacio, adentrándose en los lugares más recónditos y misteriosos, y si el cuadro es acertado, hacerlo a intervalos variables y relacionados entre sí. […] Son estos movimientos los que constituyen la esencialidad especial de la experiencia plástica. Si no realiza el viaje, el espectador realmente se pierde la experiencia esencial del cuadro”. Rothko continúa diciendo: “Aunque no queramos transmitir la idea de que los lenguajes de la pintura y de la música son intercambiables, aquí una analogía puede aclarar lo que pensamos. Un oyente puede recostarse en su sillón y verse invadido por las oleadas sensuales de la música afrodisíaca o narcótica. Incluso puede encontrar el placer siguiendo el ritmo con el pie, disfrutando de cada cambio momentáneo de intervalo. Sin embargo, si esto es la suma total de su reacción, entonces no habrá experimentado la pieza de música. A menos que haya viajado con el compositor, subiendo y bajando por las escalas y atravesando los corredores de la polifonía, y haya observado con tino la relación de los elementos entre sí durante el viaje, sólo habrá experimentado una placidez sensual no muy alejada de la que provoca un frasco de perfume derramado”. Travelling without moving: sin tiempo no hay viaje posible. Puesto que la experiencia estética se canaliza a través de una realidad física y sensible (las vibraciones de la luz o del sonido), su vehículo será el tiempo, porque el tiempo es el ámbito donde la realidad encuentra cohesión. “¿Es el tiempo una función del espacio? ¿O es lo contrario? ¿Son ambos una misma cosa? ¡Es inútil continuar preguntando! El tiempo es activo, posee una naturaleza verbal, es productivo. ¿Y qué produce? Produce el cambio”; este párrafo pertenece a La montaña mágica, de Thomas Mann, una novela que es en sí misma una desmesurada parábola sobre el tiempo. Fijaos que Mann era escritor, así que atribuye al tiempo una naturaleza verbal; un músico hablaría de la naturaleza musical del tiempo. ¿Y no es significativo que lo identifique con una máquina de cambios? En la jerga de los músicos de jazz, se llama cambios (changes) a la sucesión de acordes que constituye el esqueleto de un tema. Lo que tiene que hacer un improvisador es eso, play the changes.

De alguna manera, estos changes también conforman un laberinto, por el que las líneas melódicas del improvisador serpentean y se retuercen. Desde el nacimiento del bebop, el hilo de Ariadna que nos guía por los cambios es típicamente una cadena continua de corcheas. El motor de frases, arpegios y escalas que despliega la mano derecha del pianista o que vomita la campana de un viento son un poco como esas miguitas que Hansel y Gretel dejaban en el bosque para no perderse; los pajaritos y las ardillitas se las comen y hay que volver a sembrarlas en el siguiente coro, y así ad infinitum, una especie de mito de Sísifo en versión nightclub. Por cierto que, al igual que Hansel y Gretel, después del concierto los músicos pueden correr peligro de acabar en casa de una bruja. Pero a lo que iba, cualquier músico que haya estudiado temas como Giant Steps, Countdown o alguna otra de esas locuras de John Coltrane, sabe perfectamente lo que es un laberinto: un laberinto vertiginoso de acordes comprimidos en minúsculas unidades de tiempo. Y quien esté aún más hambriento de disquisiciones sobre el jazz y el tiempo, que se lea o se relea El perseguidor, de Cortázar.

“¿Y qué?”… Creo que con lo dicho queda un poco más justificada esta fijación mía por los patrones ornamentales, los callejones sin salida, los senderos que se bifurcan en el espacio-tiempo. La música no es sino un ornamento, guirnaldas que colgamos de los segundos que pasan, celebrando el transcurrir del tiempo. Tapicerías. El elemento simbólico que ocupa el corazón de la novela Servidumbre humana de Somerset Maugham es precisamente un tapiz persa, el que Cronshaw, poeta maldito, regala al protagonista, Philip Carey; un tapiz que es en sí mismo un acertijo y que acaba revelando su verdadero significado como metáfora del acontecer humano. Me despido; os dejo en el París de comienzos del XX, junto a la mesa de un café bohemio donde Cronshaw y Carey conversan frente a una botella.

“-¿Ha estado alguna vez en el museo de Cluny? Hay allí tapices persas que ostentan los colores más exquisitos y un dibujo cuya maravillosa complicación resulta deliciosa y sorprendente. En esos tapices encontrará usted el misterio de la belleza sensual de Oriente, las rosas de Hafiz y la copa de Omar. Pero a poco que se fije verá usted muchas más cosas. Me había usted preguntado cuál es el significado de la vida. Vaya a ver esos tapices cualquier día de éstos y encontrará usted en ellos la respuesta.
-Se muestra usted misterioso.
-Estoy borracho”.

lunes, 22 de junio de 2009

La casa de Asterión

Una de las obsesiones de Jorge Luis Borges era “la idea de una casa hecha para que la gente se pierda”: así definió el laberinto el escritor argentino, con tanta sencillez como precisión, en El libro de los seres imaginarios. Más sugerente y más poética es esa otra perífrasis que da título a su relato El jardín de senderos que se bifurcan; en él se refiere la empresa de Ts’ui Pên, el ilustre antepasado del protagonista: “edificar un laberinto en el que se perdieran todos los hombres. [...] Bajo los árboles ingleses medité en ese laberinto perdido: lo imaginé inviolado y perfecto en la cumbre secreta de una montaña, lo imaginé borrado por arrozales o debajo del agua, lo imaginé infinito, no ya de quioscos ochavados y de sendas que vuelven, sino de ríos y provincias y reinos... Pensé en un laberinto de laberintos, en un sinuoso laberinto creciente que abarcara el pasado y el porvenir y que implicara de algún modo los astros”. Salvando las distancias, debo confesaros que mi intención como compositor es la de emular a Ts’ui Pên, aprender ese oficio oculto y arcano de arquitecto de laberintos. Laberintos sonoros, en mi caso. Ojo: os estoy hablando en serio; esto va más allá de una metáfora ingeniosa. Hilo de Ariadna en mano, os invito a recorrer el camino que me ha llevado a idea tan peregrina. Fijaos que las correspondencias entre música y laberinto comienzan en nuestra propia anatomía, ya que, por si no os habíais dado cuenta, la ciencia médica denomina laberinto al conjunto de órganos (cóclea, vestíbulo y conductos semicirculares) que constituyen el oído interno. ¿Casualidad? ¿Capricho lingüístico? Pensad lo que queráis, pero esto es sólo el principio...

En otra parte (véase Tapicerías) manifesté mi simpatía por la función ornamental de la música. Insinué que el patrón decorativo, un artificio estético aparentemente neutro, puede esconder la puerta de entrada a un laberinto; de hecho, un laberinto es una tipología específica de diseño ornamental. Y, como tal, comparte la naturaleza rítmica del patrón decorativo... En su conferencia Evidentemente (publicada en Pintar sin tener ni idea y otros ensayos sobre arte), el heterodoxo historiador del arte Ángel González García puso sobre el tapete la hipótesis de que la práctica del ornamento podría tener su origen en los fosfemas, nombre genérico de las figuras geométricas caleidoscópicas que se ven de forma característica durante las alucinaciones, ya sean éstas producidas por las altas fiebres que muchos hemos experimentado en la infancia o por esas sustancias que el doctor Albert Hofmann (ilustre inventor del LSD) dio en llamar enteógenas. En este estado, la realidad figurativa del mundo pierde su cohesividad y se disuelve en una estructura cambiante de formas geométricas, de espirales que giran y se retuercen: he aquí el origen visual del meandro que conforma la estructura de los primitivos laberintos minoicos y cicládicos. Llegado este punto, queda demostrado que todos los laberintos son patrones decorativos… pero no todos los patrones decorativos son laberintos. Por tanto, ¿qué es lo que hace que reconozcamos a un laberinto como tal?

La imagen moderna del laberinto, tal como lo encontramos en la revista de pasatiempos y en el parque de atracciones, no es la de un camino unívoco; su recorrido nos presenta bifurcaciones y caminos equívocos que nos hacen perder el sentido de la orientación y nos desvían de la senda que lleva o bien a la salida o bien al centro del laberinto, el lugar donde, según la tradición, podemos encontrar al Minotauro (“queda bien que en el centro de una casa monstruosa haya un habitante monstruoso”, Borges otra vez), a una doncella (como en los laberintos tipo jungfraudans de Finlandia y las islas bálticas o en el ritual de Hainuwele en Seram) o a Dios (de acuerdo con la simbología cristiana del alma: en base a esta correspondencia mística se trazaron laberintos en el suelo de las catedrales, el más famoso de los cuales está en Chartres). Otra característica del interior de los laberintos, y que surge de sus orígenes decorativos, es la repetición rítmica, la monotonía, lo que da un carácter mántrico, hipnótico, al acto de recorrerlos (véase Tapicerías). Pero esta repetición es aparente, pues en un laberinto no hay dos pasillos iguales: parecen iguales, pero existen diferencias mínimas, y es solamente aprendiendo a distinguir estas diferencias como podemos desentrañar el acertijo que esconde todo laberinto verdadero. En El nombre de la rosa, Umberto Eco imaginó una biblioteca en forma de laberinto geométrico: “No sé cómo explicar lo que sucedió, pero cuando salimos del torreón el orden de las habitaciones se volvió más confuso. Unas tenían dos puertas; otras, tres. Todas tenían una ventana, incluso aquellas a las que entrábamos desde habitaciones con ventana, convencidos de que nos dirigíamos hacia el interior del Edificio. En cada una el mismo tipo de armarios y de mesas; los libros, agrupados siempre en buen orden, parecían todos iguales, y ni que decir tiene que no nos ayudaban a reconocer el sitio de un vistazo”. Esta monotonía engañosa y sutilmente matizada es el signo distintivo de un laberinto... y podría ser también la definición del minimalismo en música.

Minimalismo. Me viene a la cabeza Eight Lines de Steve Reich: en esta obra aparecen superpuestos varios planos melódicos de distintas duraciones que aparentemente se repiten indefinidamente envueltos en una pulsación rítmica. Pero al prestar atención, nos damos cuenta de que al cabo de cierto número de repeticiones, uno de los planos ha cambiado mínimamente: apenas un puntillo donde antes no lo había, o una discreta adición instrumental... Progresivamente, una acumulación de transiciones imperceptibles nos va llevando por distintos entornos sonoros, y poco a poco adecuamos nuestra percepción a esta narración secuencial aparentemente lineal, pero intrínsecamente laberíntica. El mismo Steve Reich, en The Desert Music, se vale de un poema de William Carlos Williams para describir el estado en que se debe escuchar esta música: “I am wide awake. My mind is listening”. Toda una declaración de principios para un estilo musical que muchos incautos han querido relacionar con el trance y las percepciones alteradas. Mención aparte merece la corriente minimal en la música dance electrónica, los subgéneros conocidos ambiguamente como microhouse y minimal techno; ésta fue en cierto modo una reacción cool, yo diría que hasta quirúrgicamente fría y deshumanizada, aunque necesaria, hacia las obviedades del subidón, los estribillos vocales, las melodías anthem, las percusiones latinas y todos esos recursos facilones de la música de pista de baile. El crooner y pinchadiscos Alberto Santos, alias Todo a 100, alias Ego Kitchen, me contó aquél de “Yo pincho minimal” “¿Y eso cómo es?” “Pues lo mínimo y mal”. Y hay mucho de eso, creedme... Pero, bromas aparte, en torno al minimal o similares hay también gente con materia gris como Gui Boratto, Akufen o Steve Bug que buscan maneras, digamos, oblicuas de conducir una sesión de DJ. Ha sido en sesiones de este pelaje en las que he escuchado más frecuentemente ese exquisito recurso de la imprevisibilidad. El ritmo generador, como en los estilos electrónicos más mainstream, sigue siendo el bombo a negras, four on the floor, pero es frecuente escuchar cómo el beat no empieza al principio de un ciclo, que es lo habitual, sino en algún compás a trasmano y como de tapadillo. En el minimal aparecen y desaparecen planos polirrítmicos descaradamente fríos y matemáticos, como una antítesis robótica del guaguancó: se pueden solapar durante minutos patrones en 3/4 o 5/8 sobre el motor de 4/4, camuflando y alterando así la cuadratura típica del ciclo de 16 ó 32 compases. Hay en todo ello una intencionalidad de huir de lo obvio, de engañar al oyente negándole lo que su oído espera y lo que su costumbre anticipa. El resultado es el desconcierto, el de estar en un territorio sonoro desconocido; sitúa al público en un espacio emocional deliberadamente más neutro que la música en la que puede encontrar referencias más humanas o más familiares. Es el recurso de los caminos equívocos, la arquitectura del laberinto. El caso es que, más allá de su apariencia plastificada, el minimal ha traído a la pista de baile recursos estructurales y psicológicos dignos de tenerse en cuenta, y ha conseguido que rebaños y rebaños de chavales, provistos o no de cristales de MDMA, hagan cola a la puerta de garitos y festivales para dejarse llevar por un estilo musical que en lo que se refiere a timbres, texturas y desarrollo formal suele estar mucho más cerca de la música concreta, o de las arquitecturas musicales de Xenakis, que del pop de los 40 Principales. Perplejidad.

Con todo el jaleo del párrafo anterior no pretendo demostrar que el microhouse sea un laberinto musical, ni Steve Reich un pariente lejano de Dédalo, pero sí revelar sus puntos tangenciales con la lógica del laberinto: Reich ejemplifica su monotonía cambiante, y las sesiones de Donnacha Costello (por decir otro androide minimal) su vocación equívoca; ambos comparten la obstinación rítmica de los diseños ornamentales y un desarrollo lento, hipnótico, basado en la repetición. También tenéis derecho a pensar que, sea cual sea el tema de partida, Alex Cid siempre nos acaba llevando a bailar al Mondo. ¡Pues claro que sí: BAILAR! Ahí está precisamente el cogollo de la cuestión. ¿Sabéis cuál es la conclusión a la que llegó Karl Kerényi en su estudio sobre la historia de los laberintos? Ahí va: ¡que el origen del laberinto es un paso de baile! He aquí la danza como expresión primigenia de la espiritualidad: Walter F. Otto sostenía que los antiguos griegos, antes de levantar templos a los dioses, componer ditirambos o representar tragedias, danzaban sus mitos... y luego vino todo lo demás. Kerényi lo tenía así de claro: “Cualquier investigación sobre el laberinto debería basarse en la danza” (Estudios sobre el laberinto). Robert Graves, a propósito de Cnossos, escribe en The Greek Myths: “An open space in front of the palace was occupied by a dance floor with a maze pattern used to guide performers of an erotic spring dance”… Es significativo comprobar cómo esa mezcla de erudición e intuición poética que caracteriza a Graves no sólo corrobora la relación primordial del laberinto con la danza, sino que pone en evidencia su factor erótico. En efecto, muchos siglos más tarde, los recodos de los intrincados laberintos de seto (turf cut mazes) que adornaban los jardines palaciegos de aquella nobleza de casacas y pelucas empolvadas se convertirían en lugares por excelencia para el encuentro sexual, lejos de miradas indiscretas.

Es curioso cómo el tema de los laberintos ha sido abordado por eruditos de todo calibre desde el punto de vista de la simbología: son los caminos del alma para los doctores de la Iglesia, los perdederos del pecado; es el recuerdo de mitos ancestrales para los historiadores de las religiones: ritos de fertilidad, ritos funerarios, ritos de adivinación (Kerényi pone en relación la forma espiral de los primeros laberintos con la sinuosidad de los intestinos de las víctimas sacrificiales que consultaban los adivinos babilonios); para Freud es un símil del inconsciente... da la sensación de que un laberinto tiene que ser el disfraz de una abstracción para ser algo en lo que merezca la pena interesarnos, y justificar de esta manera la seducción que ejercen sobre nosotros estas trampas de bifurcaciones. Pero hasta Freud tuvo que reconocer que a veces un puro es simplemente un puro: ¿por qué no considerar al laberinto como un fin en sí mismo? La sensación de perderse en un laberinto, de dejarse capturar por sus pasillos y sus esquinas, de retroceder al llegar a un callejón sin salida, de penetrar en un lugar donde tiempo y espacio quedan suspendidos... todo ello es justificación suficiente para que los laberintos existan. Y si no existieran, como dijo Voltaire de Dios, habría que inventarlos. Hoy los laberintos experimentan un auge renovado en la industria del entretenimiento, que es un barómetro de la estética contemporánea mucho más fiable que las temporales del Reina Sofía: estoy hablando de los videojuegos. En efecto, el ingrediente esencial de los dungeons en los juegos de rol es su estructura laberíntica; la informática ofrece así a las nuevas generaciones un sucedáneo de la experiencia de Teseo, ese anhelo irracional que se remonta a la cuna de nuestra civilización.

La dimensión del laberinto y del ornamento sonoro como trampa, física o psicológica, merece otro artículo entero... Ya nos hemos perdido bastante por hoy. Pero... ¿y el título? ¿Quién demonios es Asterión? ¿Y qué tiene que ver con este galimatías? Ah, debéis saber que ése es precisamente el acertijo que esconde este laberinto: invito a un gin tonic al primero que encuentre la respuesta. Os daré una pista: la solución está (¿dónde si no?) en Borges, ese mismo Borges que Umberto Eco transplantó a un monasterio medieval en El nombre de la rosa bajo la identidad del Venerable Jorge... ¡hasta el nombre de pila coincide! Un ciego en una biblioteca, el guardián de un laberinto.

martes, 9 de junio de 2009

Tapicerías

¿Cuál es la función que desempeña la música en la sociedad actual? Como obrero del sector, creo que me va a venir bien detenerme y concederle un espacio de reflexión a esta pregunta. Todos estamos de acuerdo en que vivimos rodeados de música, hasta tal punto que muchas veces nuestra consciencia deja de filtrarla y pasa a ser un mantra caótico que nos acompaña... algo así como la banda sonora de una película. De modo que, paradójicamente, la música se hace tan imprescindible que dejamos de hacerle caso. Creo que fue Erik Satie el primero en darse cuenta de que algo estaba cambiando en la función del entorno musical entre la burguesía parisina de principios del XX, porque fue el primero en concebir lo que felizmente llamó musique d’ameublement, literalmente “música de mobiliario”. En 1920 Satie escribe en una carta a Cocteau: “La música de mobiliario crea una vibración; no tiene otro objeto; representa el mismo papel que la luz, el calor y el confort en todas sus formas”. Un antepasado directo del hilo musical, vamos. Música sin estridencias, concebida para no prestarle atención: una bomba para la visión transcendentalista de la música que profesaban Hegel o Schopenhauer, ese Arte (sí, con mayúscula) que estaba destinado a redimir a la humanidad... El siglo XX ha demostrado que tamaña tarea le venía demasiado grande al pobre Arte; y Satie, que criaba a sus miniaturas musicales como si fueran gusanitos de seda, se dio cuenta y le ofreció un empleo más humilde. Luego vendría el muzak, el hilo musical; luego vendría Brian Eno y su Música para aeropuertos. Luego, en la música electrónica más lúdica, acuñarían ese concepto-cajón del chill-out. El chill-out se puede definir como un entorno musical confortable que no aspira a ocupar un protagonismo, sino acompañar de manera envolvente otras actividades.


Un panorama radicalmente distinto nos espera si nos fijamos en la otra cara de la moneda: la función catártica de la música. Somos herederos de aquellos antiguos atenienses que paseaban sus clámides y sus pecados por el ágora, y luego purificaban su alma en el teatro como espectadores de las sublimes desgracias de Medea, Edipo, Orestes o cualquiera otro de esos tristes héroes; es la descarga emocional que Aristóteles identificó en su “Poética” como katharsis. Hoy, dos mil cuatrocientos años después, no es sino una catarsis colectiva el rito que se renueva en la sala de conciertos y en los festivales. Un podio elevado, miles de vatios de luz y sonido, un público sudoroso y entregado que concentra sus cinco sentidos en el escenario y quiere que los artistas se lo den todo. Se trata de un público hambriento de emociones intensas. Quiere presenciar cómo el músico-chamán entra en trance durante su solo, cómo vomita millones de notas en un alarde de acrobacia virtuosística. Quiere ver al cantante yonqui en su vorágine de autodestrucción, viviendo al límite su destino de mito efímero (Jesucristo murió por su público, como Jim Morrison o, a este paso, Amy Winehouse). O, en esos espectaculares ritos musicales de las raves, el público participa activamente en una aniquilación colectiva de la personalidad, en una fusión con lo Absoluto inducida por drogas y una música hipnótica a volumen desproporcionado. Los misterios de Eleusis al alcance de la juventud de hoy, para horror de sus padres (que nunca se han comido pirulas y, precisamente por eso, no entienden de mística posmoderna) y para desventura de sus propios tímpanos y neuronas. Katharsis... ¿qué pensaría Aristóteles del acid house?

Espectáculo total en unos casos, ornamento sonoro en otros: estas son las coordenadas para ubicar socialmente el hecho musical hoy en día. Entre uno y otro extremo hay infinidad de grados y matices, pero los polos ejercen inevitablemente una atracción. Veamos un par de ejemplos prácticos de este campo magnético... ¿conocéis a The Cinematic Orchestra? John Swinscoe, el cerebro de la banda en cuestión, nos ofrece en sus discos un milagro de equilibrio y color, una colección de paisajes sonoros de desarrollo lento, cíclico, hipnótico. Discos como Everyday o The Man with a Movie Camera rezuman belleza y contención. Sin embargo, en directo desparraman. Disparan las dinámicas, buscan el efectismo: es lo que el público espera que ocurra en un concierto. Aplausos y gritos al final de cada solo. También el mismísimo Jan Garbarek, el gran saxofonista noruego, el rey de las atmósferas y del movimiento congelado, sabe muy bien que los directos son ante todo espectáculo y los construye en torno a “puntos de aplauso”, buscando la variedad y que nadie se aburra. ¿Qué cabida tiene en una música introspectiva como la de Garbarek empotrar en el concierto deslumbrantes solos-cadenza de cada uno de los miembros de la banda, escaparates huecos de virtuosismo? Es el precio que hay que pagar para mantener la atención del público. En una cultura mediática de saturación sensorial in crescendo, necesitamos una cascada de estímulos incesante para dejarnos atrapar por lo que está ocurriendo en el escenario. La gente ha pagado dinero por su entrada, y eso le da derecho a exigir una cantidad proporcional de emociones intensas. La sala de conciertos entra así en la misma categoría psicofisiológica que la montaña rusa o el tren de la bruja: la necesidad de descarga de adrenalina se conjuga con la búsqueda de empatía emocional. Vamos, katharsis, lo que estoy diciendo todo el rato. A lo mejor si Aristóteles hubiera conocido el tren de la bruja no le habría parecido tan interesante la tragedia.

Pero no hay que descargar toda la culpa sobre el público... los músicos (al menos los que no ganamos mucho dinero) tenemos la curiosa costumbre de responsabilizar al público, esa bestia de mil ojos, de todas nuestras desgracias. ¿No sería razonable pensar que nosotros también tenemos nuestra parte de culpa? Sí, nosotros y nuestro ego, que presupone que cuando tocamos en directo lo que el público debería hacer sería escuchar en silencio, abrir de par en par su alma a nuestro ARTE (sí, esa palabreja), concedernos en todo momento la atención que merecemos. A lo mejor lo que quiere hacer esa gente no es más que pasar un rato agradable, olvidarse por unos momentos de una vida laboral o familiar que se ha convertido en una losa; y ahí estamos nosotros los músicos, vomitando nuestro “elevado y necesario” mensaje y aspirando a usurpar ilegítimamente un espacio en sus pobres, castigadas y sobresaturadas mentes. Así que yo entiendo perfectamente que la gente “normal” prefiera ir una tarde de sábado a un café a charlar con sus amigos a encerrarse en un local de música en vivo, donde hay sobre el escenario una banda (palabra, fijaos, aplicable a gángsters o a músicos) ocupando un espacio físico y sonoro petulantemente protagónico en el entorno. Si los músicos nos limitáramos a tocar música... pero no, además queremos que nos admiren, que nos envidien, que nos deseen. Y nuestro output sonoro está patológicamente condicionado por estos pruritos de insatisfacción.

Me gustaría llamar la atención sobre una de las características que diferencian más sutilmente los estilos musicales situados en los dos polos de la funcionalidad social, el catártico y el ornamental. Digamos que la música que aspira a ocupar un protagonismo debe presentar carácter narrativo; con esto no me refiero a que tenga que ser necesariamente música vocal, sino a que esté articulada en base a recursos retóricos puramente musicales, como una forma elaborada, secciones contrastantes, repetición de estribillos y/o gimmes reconocibles y pegadizos (los que Oliver Sacks llama “gusanos cerebrales”), solos “que crezcan” y otras técnicas para atraer la atención sobre el discurso musical. Un entorno sonoro con vocación de musique d’ameublement debería aspirar a todo lo contrario, tener un carácter mántrico: formas cíclicas, monotonía, solos instrumentales que no busquen un build-up de energía sino una sensación de confortable estatismo... y otras técnicas para mantenerse sumergido en un nivel subliminal. Ni que decir tiene que esta ha sido una opción mucho menos apetecible para los músicos-tipo, de ego sediento, deslumbrados unos por la purpurina del star system y otros por aquella máxima sospechosa, e indiscutiblemente rancia, de l’art pour l’art que tantos ahorcados solitarios dejó en las buhardillas de París.

Pero yo os había prometido en el título que iba a hablar de tapicerías. Superficies ornamentales que recubren un espacio y lo ritman cíclicamente dotándole de un sentido estético. Papel pintado. Un patrón decorativo que se repite ad infinitum. Lo esencial en las cenefas es el ritmo, la manera de entretejer motivos simples y reproducirlos una y otra vez en un gozoso misterio de circularidad. Es lo que en la música de hoy (la “música popular urbana”, que diría un musicólogo poco avisado) se conoce como groove; en el desarrollo de la música dance electrónica, el groove sale del subsuelo y se convierte en el elemento principal. El resto de los sonidos gravitan alrededor del groove, como chispas que saltan de cada golpe de batería. Groove viene a significar “surco”, el patrón ornamental básico: la línea continua. El que traza el arado sobre la tierra o la aguja sobre el vinilo. Basta con dejarse llevar por una buena sesión de house (yo os recomiendo Masters at Work o Miguel Migs) para percibir como una realidad táctil ese vector rítmico que nos empuja por una sucesión de hechos sonoros. Otros extraordinarios ingenieros del ritmo son algunos productores de hip hop, aunque aquí nos movemos en un estilo en el que la “base” suele servir de continuum para el despliegue sin tregua de las habilidades vocales del MC o el virtuosismo del DJ; en el hip hop, ya sea entendido como música o como lifestyle, la exhibición del ego se ha convertido en una de las líneas maestras. Sin embargo, el verdadero corazón del rap está bombeando sangre ahí abajo, por debajo de las letras y de los scratches: las bases, alfombras de puro groove, que sientan el pulso y la atmósfera necesarios para darle alas al verbo. Por sí solas, son ejemplos de ese carácter mántrico de ciertas composiciones del que hablaba en el párrafo anterior; el tempo entre 80 y 100 bpm las acomoda, además, al ritmo de nuestros pasos. Escuchad las Petestrumentals de Pete Rock, o Visioneers, ese homenaje urdido por Marc Mac a las bases clásicas del “dirty old hip hop”, para entender que aquí estamos hablando de tapicerías de lujo.

Seguro que habéis notado que he desarrollado cierta simpatía por la vertiente de la música más cercana a lo ornamental, a ese “segundo plano” que entra en conflicto con nuestro afán de protagonismo. No hay mayor maldición para el profesional del jazz que tocar en una amenización (y eso que gran parte de nuestras ganancias vienen de ahí precisamente… ¡qué ingratos!); para los no iniciados, sabed que las amenizaciones son bolos en los que nadie te escucha, en los que no hay aplausos entre tema y tema, en los que el único feedback que puedes aspirar a recibir del cliente es un lacónico “tocad más flojo, por favor”. El músico las considera un puro trámite, una tierra de nadie de donde no puede surgir esa “verdadera música” que necesita atención. Excepto la del político mitinero, no hay profesión que dependa más desesperadamente del aplauso que la del músico: hemos hecho que nuestra inseguridad (pues no es ninguna otra cosa esa necesidad de reconocimiento) sea la base sobre la que construir una actuación. Y ningún castillo se puede tener en pie sobre cimientos tan movedizos. Yo busco una revolución silenciosa, en la que el artista no busque su satisfacción en la admiración de los demás sino en un trabajo bien hecho. El trabajo de un artesano, de un maestro tejedor, artífice de una tapicería sutil de atmósferas acústicas, de entornos sonoros… y la clave es aquí la palabra sutil, porque la greca ornamental puede esconder la puerta de entrada a un laberinto. Puede ser una trampa. Puede ser una estrategia acústica para capturar al espectador en una sima más profunda de la percepción...

Pero esa es otra historia, y debe ser contada en otra ocasión.