lunes, 22 de junio de 2009

La casa de Asterión

Una de las obsesiones de Jorge Luis Borges era “la idea de una casa hecha para que la gente se pierda”: así definió el laberinto el escritor argentino, con tanta sencillez como precisión, en El libro de los seres imaginarios. Más sugerente y más poética es esa otra perífrasis que da título a su relato El jardín de senderos que se bifurcan; en él se refiere la empresa de Ts’ui Pên, el ilustre antepasado del protagonista: “edificar un laberinto en el que se perdieran todos los hombres. [...] Bajo los árboles ingleses medité en ese laberinto perdido: lo imaginé inviolado y perfecto en la cumbre secreta de una montaña, lo imaginé borrado por arrozales o debajo del agua, lo imaginé infinito, no ya de quioscos ochavados y de sendas que vuelven, sino de ríos y provincias y reinos... Pensé en un laberinto de laberintos, en un sinuoso laberinto creciente que abarcara el pasado y el porvenir y que implicara de algún modo los astros”. Salvando las distancias, debo confesaros que mi intención como compositor es la de emular a Ts’ui Pên, aprender ese oficio oculto y arcano de arquitecto de laberintos. Laberintos sonoros, en mi caso. Ojo: os estoy hablando en serio; esto va más allá de una metáfora ingeniosa. Hilo de Ariadna en mano, os invito a recorrer el camino que me ha llevado a idea tan peregrina. Fijaos que las correspondencias entre música y laberinto comienzan en nuestra propia anatomía, ya que, por si no os habíais dado cuenta, la ciencia médica denomina laberinto al conjunto de órganos (cóclea, vestíbulo y conductos semicirculares) que constituyen el oído interno. ¿Casualidad? ¿Capricho lingüístico? Pensad lo que queráis, pero esto es sólo el principio...

En otra parte (véase Tapicerías) manifesté mi simpatía por la función ornamental de la música. Insinué que el patrón decorativo, un artificio estético aparentemente neutro, puede esconder la puerta de entrada a un laberinto; de hecho, un laberinto es una tipología específica de diseño ornamental. Y, como tal, comparte la naturaleza rítmica del patrón decorativo... En su conferencia Evidentemente (publicada en Pintar sin tener ni idea y otros ensayos sobre arte), el heterodoxo historiador del arte Ángel González García puso sobre el tapete la hipótesis de que la práctica del ornamento podría tener su origen en los fosfemas, nombre genérico de las figuras geométricas caleidoscópicas que se ven de forma característica durante las alucinaciones, ya sean éstas producidas por las altas fiebres que muchos hemos experimentado en la infancia o por esas sustancias que el doctor Albert Hofmann (ilustre inventor del LSD) dio en llamar enteógenas. En este estado, la realidad figurativa del mundo pierde su cohesividad y se disuelve en una estructura cambiante de formas geométricas, de espirales que giran y se retuercen: he aquí el origen visual del meandro que conforma la estructura de los primitivos laberintos minoicos y cicládicos. Llegado este punto, queda demostrado que todos los laberintos son patrones decorativos… pero no todos los patrones decorativos son laberintos. Por tanto, ¿qué es lo que hace que reconozcamos a un laberinto como tal?

La imagen moderna del laberinto, tal como lo encontramos en la revista de pasatiempos y en el parque de atracciones, no es la de un camino unívoco; su recorrido nos presenta bifurcaciones y caminos equívocos que nos hacen perder el sentido de la orientación y nos desvían de la senda que lleva o bien a la salida o bien al centro del laberinto, el lugar donde, según la tradición, podemos encontrar al Minotauro (“queda bien que en el centro de una casa monstruosa haya un habitante monstruoso”, Borges otra vez), a una doncella (como en los laberintos tipo jungfraudans de Finlandia y las islas bálticas o en el ritual de Hainuwele en Seram) o a Dios (de acuerdo con la simbología cristiana del alma: en base a esta correspondencia mística se trazaron laberintos en el suelo de las catedrales, el más famoso de los cuales está en Chartres). Otra característica del interior de los laberintos, y que surge de sus orígenes decorativos, es la repetición rítmica, la monotonía, lo que da un carácter mántrico, hipnótico, al acto de recorrerlos (véase Tapicerías). Pero esta repetición es aparente, pues en un laberinto no hay dos pasillos iguales: parecen iguales, pero existen diferencias mínimas, y es solamente aprendiendo a distinguir estas diferencias como podemos desentrañar el acertijo que esconde todo laberinto verdadero. En El nombre de la rosa, Umberto Eco imaginó una biblioteca en forma de laberinto geométrico: “No sé cómo explicar lo que sucedió, pero cuando salimos del torreón el orden de las habitaciones se volvió más confuso. Unas tenían dos puertas; otras, tres. Todas tenían una ventana, incluso aquellas a las que entrábamos desde habitaciones con ventana, convencidos de que nos dirigíamos hacia el interior del Edificio. En cada una el mismo tipo de armarios y de mesas; los libros, agrupados siempre en buen orden, parecían todos iguales, y ni que decir tiene que no nos ayudaban a reconocer el sitio de un vistazo”. Esta monotonía engañosa y sutilmente matizada es el signo distintivo de un laberinto... y podría ser también la definición del minimalismo en música.

Minimalismo. Me viene a la cabeza Eight Lines de Steve Reich: en esta obra aparecen superpuestos varios planos melódicos de distintas duraciones que aparentemente se repiten indefinidamente envueltos en una pulsación rítmica. Pero al prestar atención, nos damos cuenta de que al cabo de cierto número de repeticiones, uno de los planos ha cambiado mínimamente: apenas un puntillo donde antes no lo había, o una discreta adición instrumental... Progresivamente, una acumulación de transiciones imperceptibles nos va llevando por distintos entornos sonoros, y poco a poco adecuamos nuestra percepción a esta narración secuencial aparentemente lineal, pero intrínsecamente laberíntica. El mismo Steve Reich, en The Desert Music, se vale de un poema de William Carlos Williams para describir el estado en que se debe escuchar esta música: “I am wide awake. My mind is listening”. Toda una declaración de principios para un estilo musical que muchos incautos han querido relacionar con el trance y las percepciones alteradas. Mención aparte merece la corriente minimal en la música dance electrónica, los subgéneros conocidos ambiguamente como microhouse y minimal techno; ésta fue en cierto modo una reacción cool, yo diría que hasta quirúrgicamente fría y deshumanizada, aunque necesaria, hacia las obviedades del subidón, los estribillos vocales, las melodías anthem, las percusiones latinas y todos esos recursos facilones de la música de pista de baile. El crooner y pinchadiscos Alberto Santos, alias Todo a 100, alias Ego Kitchen, me contó aquél de “Yo pincho minimal” “¿Y eso cómo es?” “Pues lo mínimo y mal”. Y hay mucho de eso, creedme... Pero, bromas aparte, en torno al minimal o similares hay también gente con materia gris como Gui Boratto, Akufen o Steve Bug que buscan maneras, digamos, oblicuas de conducir una sesión de DJ. Ha sido en sesiones de este pelaje en las que he escuchado más frecuentemente ese exquisito recurso de la imprevisibilidad. El ritmo generador, como en los estilos electrónicos más mainstream, sigue siendo el bombo a negras, four on the floor, pero es frecuente escuchar cómo el beat no empieza al principio de un ciclo, que es lo habitual, sino en algún compás a trasmano y como de tapadillo. En el minimal aparecen y desaparecen planos polirrítmicos descaradamente fríos y matemáticos, como una antítesis robótica del guaguancó: se pueden solapar durante minutos patrones en 3/4 o 5/8 sobre el motor de 4/4, camuflando y alterando así la cuadratura típica del ciclo de 16 ó 32 compases. Hay en todo ello una intencionalidad de huir de lo obvio, de engañar al oyente negándole lo que su oído espera y lo que su costumbre anticipa. El resultado es el desconcierto, el de estar en un territorio sonoro desconocido; sitúa al público en un espacio emocional deliberadamente más neutro que la música en la que puede encontrar referencias más humanas o más familiares. Es el recurso de los caminos equívocos, la arquitectura del laberinto. El caso es que, más allá de su apariencia plastificada, el minimal ha traído a la pista de baile recursos estructurales y psicológicos dignos de tenerse en cuenta, y ha conseguido que rebaños y rebaños de chavales, provistos o no de cristales de MDMA, hagan cola a la puerta de garitos y festivales para dejarse llevar por un estilo musical que en lo que se refiere a timbres, texturas y desarrollo formal suele estar mucho más cerca de la música concreta, o de las arquitecturas musicales de Xenakis, que del pop de los 40 Principales. Perplejidad.

Con todo el jaleo del párrafo anterior no pretendo demostrar que el microhouse sea un laberinto musical, ni Steve Reich un pariente lejano de Dédalo, pero sí revelar sus puntos tangenciales con la lógica del laberinto: Reich ejemplifica su monotonía cambiante, y las sesiones de Donnacha Costello (por decir otro androide minimal) su vocación equívoca; ambos comparten la obstinación rítmica de los diseños ornamentales y un desarrollo lento, hipnótico, basado en la repetición. También tenéis derecho a pensar que, sea cual sea el tema de partida, Alex Cid siempre nos acaba llevando a bailar al Mondo. ¡Pues claro que sí: BAILAR! Ahí está precisamente el cogollo de la cuestión. ¿Sabéis cuál es la conclusión a la que llegó Karl Kerényi en su estudio sobre la historia de los laberintos? Ahí va: ¡que el origen del laberinto es un paso de baile! He aquí la danza como expresión primigenia de la espiritualidad: Walter F. Otto sostenía que los antiguos griegos, antes de levantar templos a los dioses, componer ditirambos o representar tragedias, danzaban sus mitos... y luego vino todo lo demás. Kerényi lo tenía así de claro: “Cualquier investigación sobre el laberinto debería basarse en la danza” (Estudios sobre el laberinto). Robert Graves, a propósito de Cnossos, escribe en The Greek Myths: “An open space in front of the palace was occupied by a dance floor with a maze pattern used to guide performers of an erotic spring dance”… Es significativo comprobar cómo esa mezcla de erudición e intuición poética que caracteriza a Graves no sólo corrobora la relación primordial del laberinto con la danza, sino que pone en evidencia su factor erótico. En efecto, muchos siglos más tarde, los recodos de los intrincados laberintos de seto (turf cut mazes) que adornaban los jardines palaciegos de aquella nobleza de casacas y pelucas empolvadas se convertirían en lugares por excelencia para el encuentro sexual, lejos de miradas indiscretas.

Es curioso cómo el tema de los laberintos ha sido abordado por eruditos de todo calibre desde el punto de vista de la simbología: son los caminos del alma para los doctores de la Iglesia, los perdederos del pecado; es el recuerdo de mitos ancestrales para los historiadores de las religiones: ritos de fertilidad, ritos funerarios, ritos de adivinación (Kerényi pone en relación la forma espiral de los primeros laberintos con la sinuosidad de los intestinos de las víctimas sacrificiales que consultaban los adivinos babilonios); para Freud es un símil del inconsciente... da la sensación de que un laberinto tiene que ser el disfraz de una abstracción para ser algo en lo que merezca la pena interesarnos, y justificar de esta manera la seducción que ejercen sobre nosotros estas trampas de bifurcaciones. Pero hasta Freud tuvo que reconocer que a veces un puro es simplemente un puro: ¿por qué no considerar al laberinto como un fin en sí mismo? La sensación de perderse en un laberinto, de dejarse capturar por sus pasillos y sus esquinas, de retroceder al llegar a un callejón sin salida, de penetrar en un lugar donde tiempo y espacio quedan suspendidos... todo ello es justificación suficiente para que los laberintos existan. Y si no existieran, como dijo Voltaire de Dios, habría que inventarlos. Hoy los laberintos experimentan un auge renovado en la industria del entretenimiento, que es un barómetro de la estética contemporánea mucho más fiable que las temporales del Reina Sofía: estoy hablando de los videojuegos. En efecto, el ingrediente esencial de los dungeons en los juegos de rol es su estructura laberíntica; la informática ofrece así a las nuevas generaciones un sucedáneo de la experiencia de Teseo, ese anhelo irracional que se remonta a la cuna de nuestra civilización.

La dimensión del laberinto y del ornamento sonoro como trampa, física o psicológica, merece otro artículo entero... Ya nos hemos perdido bastante por hoy. Pero... ¿y el título? ¿Quién demonios es Asterión? ¿Y qué tiene que ver con este galimatías? Ah, debéis saber que ése es precisamente el acertijo que esconde este laberinto: invito a un gin tonic al primero que encuentre la respuesta. Os daré una pista: la solución está (¿dónde si no?) en Borges, ese mismo Borges que Umberto Eco transplantó a un monasterio medieval en El nombre de la rosa bajo la identidad del Venerable Jorge... ¡hasta el nombre de pila coincide! Un ciego en una biblioteca, el guardián de un laberinto.

martes, 9 de junio de 2009

Tapicerías

¿Cuál es la función que desempeña la música en la sociedad actual? Como obrero del sector, creo que me va a venir bien detenerme y concederle un espacio de reflexión a esta pregunta. Todos estamos de acuerdo en que vivimos rodeados de música, hasta tal punto que muchas veces nuestra consciencia deja de filtrarla y pasa a ser un mantra caótico que nos acompaña... algo así como la banda sonora de una película. De modo que, paradójicamente, la música se hace tan imprescindible que dejamos de hacerle caso. Creo que fue Erik Satie el primero en darse cuenta de que algo estaba cambiando en la función del entorno musical entre la burguesía parisina de principios del XX, porque fue el primero en concebir lo que felizmente llamó musique d’ameublement, literalmente “música de mobiliario”. En 1920 Satie escribe en una carta a Cocteau: “La música de mobiliario crea una vibración; no tiene otro objeto; representa el mismo papel que la luz, el calor y el confort en todas sus formas”. Un antepasado directo del hilo musical, vamos. Música sin estridencias, concebida para no prestarle atención: una bomba para la visión transcendentalista de la música que profesaban Hegel o Schopenhauer, ese Arte (sí, con mayúscula) que estaba destinado a redimir a la humanidad... El siglo XX ha demostrado que tamaña tarea le venía demasiado grande al pobre Arte; y Satie, que criaba a sus miniaturas musicales como si fueran gusanitos de seda, se dio cuenta y le ofreció un empleo más humilde. Luego vendría el muzak, el hilo musical; luego vendría Brian Eno y su Música para aeropuertos. Luego, en la música electrónica más lúdica, acuñarían ese concepto-cajón del chill-out. El chill-out se puede definir como un entorno musical confortable que no aspira a ocupar un protagonismo, sino acompañar de manera envolvente otras actividades.


Un panorama radicalmente distinto nos espera si nos fijamos en la otra cara de la moneda: la función catártica de la música. Somos herederos de aquellos antiguos atenienses que paseaban sus clámides y sus pecados por el ágora, y luego purificaban su alma en el teatro como espectadores de las sublimes desgracias de Medea, Edipo, Orestes o cualquiera otro de esos tristes héroes; es la descarga emocional que Aristóteles identificó en su “Poética” como katharsis. Hoy, dos mil cuatrocientos años después, no es sino una catarsis colectiva el rito que se renueva en la sala de conciertos y en los festivales. Un podio elevado, miles de vatios de luz y sonido, un público sudoroso y entregado que concentra sus cinco sentidos en el escenario y quiere que los artistas se lo den todo. Se trata de un público hambriento de emociones intensas. Quiere presenciar cómo el músico-chamán entra en trance durante su solo, cómo vomita millones de notas en un alarde de acrobacia virtuosística. Quiere ver al cantante yonqui en su vorágine de autodestrucción, viviendo al límite su destino de mito efímero (Jesucristo murió por su público, como Jim Morrison o, a este paso, Amy Winehouse). O, en esos espectaculares ritos musicales de las raves, el público participa activamente en una aniquilación colectiva de la personalidad, en una fusión con lo Absoluto inducida por drogas y una música hipnótica a volumen desproporcionado. Los misterios de Eleusis al alcance de la juventud de hoy, para horror de sus padres (que nunca se han comido pirulas y, precisamente por eso, no entienden de mística posmoderna) y para desventura de sus propios tímpanos y neuronas. Katharsis... ¿qué pensaría Aristóteles del acid house?

Espectáculo total en unos casos, ornamento sonoro en otros: estas son las coordenadas para ubicar socialmente el hecho musical hoy en día. Entre uno y otro extremo hay infinidad de grados y matices, pero los polos ejercen inevitablemente una atracción. Veamos un par de ejemplos prácticos de este campo magnético... ¿conocéis a The Cinematic Orchestra? John Swinscoe, el cerebro de la banda en cuestión, nos ofrece en sus discos un milagro de equilibrio y color, una colección de paisajes sonoros de desarrollo lento, cíclico, hipnótico. Discos como Everyday o The Man with a Movie Camera rezuman belleza y contención. Sin embargo, en directo desparraman. Disparan las dinámicas, buscan el efectismo: es lo que el público espera que ocurra en un concierto. Aplausos y gritos al final de cada solo. También el mismísimo Jan Garbarek, el gran saxofonista noruego, el rey de las atmósferas y del movimiento congelado, sabe muy bien que los directos son ante todo espectáculo y los construye en torno a “puntos de aplauso”, buscando la variedad y que nadie se aburra. ¿Qué cabida tiene en una música introspectiva como la de Garbarek empotrar en el concierto deslumbrantes solos-cadenza de cada uno de los miembros de la banda, escaparates huecos de virtuosismo? Es el precio que hay que pagar para mantener la atención del público. En una cultura mediática de saturación sensorial in crescendo, necesitamos una cascada de estímulos incesante para dejarnos atrapar por lo que está ocurriendo en el escenario. La gente ha pagado dinero por su entrada, y eso le da derecho a exigir una cantidad proporcional de emociones intensas. La sala de conciertos entra así en la misma categoría psicofisiológica que la montaña rusa o el tren de la bruja: la necesidad de descarga de adrenalina se conjuga con la búsqueda de empatía emocional. Vamos, katharsis, lo que estoy diciendo todo el rato. A lo mejor si Aristóteles hubiera conocido el tren de la bruja no le habría parecido tan interesante la tragedia.

Pero no hay que descargar toda la culpa sobre el público... los músicos (al menos los que no ganamos mucho dinero) tenemos la curiosa costumbre de responsabilizar al público, esa bestia de mil ojos, de todas nuestras desgracias. ¿No sería razonable pensar que nosotros también tenemos nuestra parte de culpa? Sí, nosotros y nuestro ego, que presupone que cuando tocamos en directo lo que el público debería hacer sería escuchar en silencio, abrir de par en par su alma a nuestro ARTE (sí, esa palabreja), concedernos en todo momento la atención que merecemos. A lo mejor lo que quiere hacer esa gente no es más que pasar un rato agradable, olvidarse por unos momentos de una vida laboral o familiar que se ha convertido en una losa; y ahí estamos nosotros los músicos, vomitando nuestro “elevado y necesario” mensaje y aspirando a usurpar ilegítimamente un espacio en sus pobres, castigadas y sobresaturadas mentes. Así que yo entiendo perfectamente que la gente “normal” prefiera ir una tarde de sábado a un café a charlar con sus amigos a encerrarse en un local de música en vivo, donde hay sobre el escenario una banda (palabra, fijaos, aplicable a gángsters o a músicos) ocupando un espacio físico y sonoro petulantemente protagónico en el entorno. Si los músicos nos limitáramos a tocar música... pero no, además queremos que nos admiren, que nos envidien, que nos deseen. Y nuestro output sonoro está patológicamente condicionado por estos pruritos de insatisfacción.

Me gustaría llamar la atención sobre una de las características que diferencian más sutilmente los estilos musicales situados en los dos polos de la funcionalidad social, el catártico y el ornamental. Digamos que la música que aspira a ocupar un protagonismo debe presentar carácter narrativo; con esto no me refiero a que tenga que ser necesariamente música vocal, sino a que esté articulada en base a recursos retóricos puramente musicales, como una forma elaborada, secciones contrastantes, repetición de estribillos y/o gimmes reconocibles y pegadizos (los que Oliver Sacks llama “gusanos cerebrales”), solos “que crezcan” y otras técnicas para atraer la atención sobre el discurso musical. Un entorno sonoro con vocación de musique d’ameublement debería aspirar a todo lo contrario, tener un carácter mántrico: formas cíclicas, monotonía, solos instrumentales que no busquen un build-up de energía sino una sensación de confortable estatismo... y otras técnicas para mantenerse sumergido en un nivel subliminal. Ni que decir tiene que esta ha sido una opción mucho menos apetecible para los músicos-tipo, de ego sediento, deslumbrados unos por la purpurina del star system y otros por aquella máxima sospechosa, e indiscutiblemente rancia, de l’art pour l’art que tantos ahorcados solitarios dejó en las buhardillas de París.

Pero yo os había prometido en el título que iba a hablar de tapicerías. Superficies ornamentales que recubren un espacio y lo ritman cíclicamente dotándole de un sentido estético. Papel pintado. Un patrón decorativo que se repite ad infinitum. Lo esencial en las cenefas es el ritmo, la manera de entretejer motivos simples y reproducirlos una y otra vez en un gozoso misterio de circularidad. Es lo que en la música de hoy (la “música popular urbana”, que diría un musicólogo poco avisado) se conoce como groove; en el desarrollo de la música dance electrónica, el groove sale del subsuelo y se convierte en el elemento principal. El resto de los sonidos gravitan alrededor del groove, como chispas que saltan de cada golpe de batería. Groove viene a significar “surco”, el patrón ornamental básico: la línea continua. El que traza el arado sobre la tierra o la aguja sobre el vinilo. Basta con dejarse llevar por una buena sesión de house (yo os recomiendo Masters at Work o Miguel Migs) para percibir como una realidad táctil ese vector rítmico que nos empuja por una sucesión de hechos sonoros. Otros extraordinarios ingenieros del ritmo son algunos productores de hip hop, aunque aquí nos movemos en un estilo en el que la “base” suele servir de continuum para el despliegue sin tregua de las habilidades vocales del MC o el virtuosismo del DJ; en el hip hop, ya sea entendido como música o como lifestyle, la exhibición del ego se ha convertido en una de las líneas maestras. Sin embargo, el verdadero corazón del rap está bombeando sangre ahí abajo, por debajo de las letras y de los scratches: las bases, alfombras de puro groove, que sientan el pulso y la atmósfera necesarios para darle alas al verbo. Por sí solas, son ejemplos de ese carácter mántrico de ciertas composiciones del que hablaba en el párrafo anterior; el tempo entre 80 y 100 bpm las acomoda, además, al ritmo de nuestros pasos. Escuchad las Petestrumentals de Pete Rock, o Visioneers, ese homenaje urdido por Marc Mac a las bases clásicas del “dirty old hip hop”, para entender que aquí estamos hablando de tapicerías de lujo.

Seguro que habéis notado que he desarrollado cierta simpatía por la vertiente de la música más cercana a lo ornamental, a ese “segundo plano” que entra en conflicto con nuestro afán de protagonismo. No hay mayor maldición para el profesional del jazz que tocar en una amenización (y eso que gran parte de nuestras ganancias vienen de ahí precisamente… ¡qué ingratos!); para los no iniciados, sabed que las amenizaciones son bolos en los que nadie te escucha, en los que no hay aplausos entre tema y tema, en los que el único feedback que puedes aspirar a recibir del cliente es un lacónico “tocad más flojo, por favor”. El músico las considera un puro trámite, una tierra de nadie de donde no puede surgir esa “verdadera música” que necesita atención. Excepto la del político mitinero, no hay profesión que dependa más desesperadamente del aplauso que la del músico: hemos hecho que nuestra inseguridad (pues no es ninguna otra cosa esa necesidad de reconocimiento) sea la base sobre la que construir una actuación. Y ningún castillo se puede tener en pie sobre cimientos tan movedizos. Yo busco una revolución silenciosa, en la que el artista no busque su satisfacción en la admiración de los demás sino en un trabajo bien hecho. El trabajo de un artesano, de un maestro tejedor, artífice de una tapicería sutil de atmósferas acústicas, de entornos sonoros… y la clave es aquí la palabra sutil, porque la greca ornamental puede esconder la puerta de entrada a un laberinto. Puede ser una trampa. Puede ser una estrategia acústica para capturar al espectador en una sima más profunda de la percepción...

Pero esa es otra historia, y debe ser contada en otra ocasión.