viernes, 16 de julio de 2010

Lo portentoso

“Es posible, por cierto, que el terror y la compasión resulten del espectáculo, pero es posible también que deriven de la trabazón misma de los hechos, lo que es preferible de un poeta mejor. Es menester, en efecto, que el argumento esté trabado de tal forma que, aun sin verlos, el que escuche el acaecimiento de los hechos se estremezca y sienta compasión a raíz de los acontecimientos. Esto es lo que experimentaría quien escuchara el argumento del Edipo. En cambio, el procurar estas sensaciones mediante el espectáculo es más ajeno al arte y requiere gastos para la puesta en escena. Y los que pretenden suscitar mediante el espectáculo, no el terror, sino lo portentoso, nada tienen que ver con la tragedia, pues de la tragedia no se debe intentar derivar cualquier tipo de placer, sino el que le es propio” (Aristóteles, Poética, 1453b).

El estagirita suele encauzar sus reflexiones al propósito de llamar las cosas por su nombre, encontrar nombres para las que no lo tienen, ordenar las ideas y evitar así la confusión y ayudarnos a pensar más claramente. Por eso no está de más releerlo y que nos recuerde la diferencia entre arte y espectáculo. Os recuerdo que estamos sumergidos en una sociedad cuyas manifestaciones culturales tienden a aparecer envueltas en una escenografía deslumbrante, y que precisamente esto suele ser síntoma de que debajo del envoltorio no hay nada. Un cine cada vez más banal y vacío de contenido se esconde bajo un manto de efectos especiales. Año dos mil diez, muere en silencio Eric Rohmer mientras triunfa estrepitosamente el cine 3D. Es la cultura del eye candy. Igualmente, el público de los conciertos exige espectáculo, y confunde la música con la puesta en escena. Buscan lo que Aristóteles llama “lo portentoso” (to tepatwdes) y permanecen ciegos y sordos a los goces más sutiles pero más profundos que proporciona la música en sí. Como la contemplación de la belleza, esa categoría que, paradójicamente, es intemporal pero está un poco pasada de moda. ¿Y qué es la belleza? Eso Aristóteles lo tenía clarísimo: “la belleza consiste en la medida y el orden” (Po. 1450b). Ahí queda eso.

domingo, 11 de julio de 2010

Martín Ramírez

            Hoy voy a hacer algo diabólico: os voy a recomendar una exposición, pero mañana es su último día. Se trata de la que acoge el Reina Sofía en torno a la obra del mexicano Martín Ramírez (1895-1963). Este es uno de esos “artistas locos”, en el sentido clínico y literal de la palabra, que se vienen reivindicando desde que Prinzhorn publicara, allá por los años veinte, sus investigaciones sobre la producción plástica de los enfermos mentales. Se les ha venido conociendo como “artistas marginales”, o outsiders; presentan un atractivo para el público que se remonta a esa superstición que relaciona la locura con la iluminación. De acuerdo con este punto de vista, niños, borrachos y locos están más cerca que nosotros de ese lugar místico que es el manantial de la creatividad pura. Pues bien, yo no sé si habrá en esto algo de verdad, pero en cualquier caso Martín Ramírez, autodidacta y de extracción social humilde, desarrolló durante sus treinta y dos años de reclusión en manicomios un estilo extraordinariamente sintético y poderoso, cuajado de vislumbres directos de esos principios arcanos, agazapados en la oscuridad, esas sales minerales que alimentan la raíz de todo arte: simetría, crecimiento, repetición, tedio.

 

            Simetría despiadada. Así en la Tierra como en el Cielo. La ley del espejo y de las alas de mariposa. Composiciones estrictamente simétricas respecto de un eje central. Dos ojos, dos piernas, dos tetas... ¿es que acaso te vas a conformar con un solo amante, Areúsa? Lo que ves a la izquierda encuentra fatalmente su réplica invertida a la derecha.

 

            Crecimiento. Un arco que es contenido por otro arco que es contenido por otro arco que es contenido por otro arco que... El principio de la espiral centrífuga. Como esos sueños febriles en que las cosas se hacen más y más grandes, hasta alcanzar una escala angustiosamente inabarcable. Un mariachi a caballo toca una trompeta cuya campana se ensancha, como el cáliz de una flor carnívora desmesurada, hasta superar las dimensiones de mariachi, caballo y paisaje. “Cómeme”, reza el cartel junto al pastelito. Y Alicia va y se lo come.

 

            Repetición. ¡Gloriosas tapicerías, cenefas interminables! Arcos, túneles y líneas paralelas que se multiplican como un mantra. El mismo cuadro de trenes o cervatillos pintado media docena de veces. Siempre idéntico. La revelación llega por la repetición. Preguntadle a los lamas, o a las que rezan el Rosario, ¡malditos descreídos! La multiplicación de los panes y los peces es lo más maravilloso de los evangelios, y no es un milagro de índole económica, sino estética. Como esos sueños febriles en que las cosas se reproducen ad infinitum. El infinito nos aterra, nos excede, nos bloquea. La repetición conduce a la náusea del abismo, a lo sublime.

 

            Y el tedio. Lo banal entretiene, lo trascendental aburre. Y la fascinación es una golondrina que anida en los acantilados del tedio. Con sus huevos nos haremos una tortilla. Me está entrando un hambre...

domingo, 4 de julio de 2010

Punto de nieve

            Escuchando la banda sonora de “Koyaanisqatsi” (¿lo he escrito bien?), esa fascinante página de Philip Glass, me entró de pronto una cierta incomodidad. En una de las secciones, una trompa repite obsesivamente un patrón rítmico durante varios minutos; en la grabación, a cargo de una orquesta absolutamente intachable, se percibe claramente la angustia del trompista, que sale ileso de semejante tour de force, pero a costa de pequeñas imprecisiones en la ejecución del implacable flujo de corcheas: imprecisiones por cierto inevitables si pretende respirar en algún momento. Algo parecido me ocurre siempre que escucho al saxofonista en “Einstein on the Beach”: no puedo dejar de maravillarme de la capacidad técnica de ese tipo que desgrana arpegios en respiración circular a lo largo y ancho del segundo cuadro de la ópera... pero ¿no es absolutamente antinatural pedirle al saxofonista que no respire? Supongo que estas cosas ocurren cuando para el compositor la partitura es más importante que los músicos. Los compositores minimalistas tienden a considerar a los músicos como meros operarios mecánicos, y por eso a los músicos (que, contra lo que muchos piensan, son animales de sangre caliente) no les suele gustar interpretar obras de Reich, Glass, Adams y sus congéneres.

 

            ¡Oídme, compositores! El desarrollo natural de una frase cómoda en los instrumentos de viento debería corresponder a la espiración en un ciclo respiratorio completo. El músico no puede disfrutar de la interpretación si no está cómodo, y si el músico no disfruta de la interpretación el público tampoco lo hará. Pero, más allá de las particularidades de los vientos, hay otros instrumentos a los que las repeticiones cíclicas les sientan como un guante. Piano, guitarra... sobre todo percusión, el agente de groove por excelencia. El arco de los instrumentos de cuerda frotada, cuando ataca patrones obsesivos, desarrolla un dinamismo similar a ese tan familiar y doméstico de batir claras a punto de nieve. Escuchad la versión para violín y piano de “Fratres” de Arvo Part; el violinista haría una masa para buñuelos perfecta. Por cierto, que el bacalao para el relleno debe estar desalándose en la nevera al menos un par de días antes, y cambiando el agua cada ocho horas.