Una de las obsesiones de Jorge Luis Borges era “la idea de una casa hecha para que la gente se pierda”: así definió el laberinto el escritor argentino, con tanta sencillez como precisión, en El libro de los seres imaginarios. Más sugerente y más poética es esa otra perífrasis que da título a su relato El jardín de senderos que se bifurcan; en él se refiere la empresa de Ts’ui Pên, el ilustre antepasado del protagonista: “edificar un laberinto en el que se perdieran todos los hombres. [...] Bajo los árboles ingleses medité en ese laberinto perdido: lo imaginé inviolado y perfecto en la cumbre secreta de una montaña, lo imaginé borrado por arrozales o debajo del agua, lo imaginé infinito, no ya de quioscos ochavados y de sendas que vuelven, sino de ríos y provincias y reinos... Pensé en un laberinto de laberintos, en un sinuoso laberinto creciente que abarcara el pasado y el porvenir y que implicara de algún modo los astros”. Salvando las distancias, debo confesaros que mi intención como compositor es la de emular a Ts’ui Pên, aprender ese oficio oculto y arcano de arquitecto de laberintos. Laberintos sonoros, en mi caso. Ojo: os estoy hablando en serio; esto va más allá de una metáfora ingeniosa. Hilo de Ariadna en mano, os invito a recorrer el camino que me ha llevado a idea tan peregrina. Fijaos que las correspondencias entre música y laberinto comienzan en nuestra propia anatomía, ya que, por si no os habíais dado cuenta, la ciencia médica denomina laberinto al conjunto de órganos (cóclea, vestíbulo y conductos semicirculares) que constituyen el oído interno. ¿Casualidad? ¿Capricho lingüístico? Pensad lo que queráis, pero esto es sólo el principio...
En otra parte (véase Tapicerías) manifesté mi simpatía por la función ornamental de la música. Insinué que el patrón decorativo, un artificio estético aparentemente neutro, puede esconder la puerta de entrada a un laberinto; de hecho, un laberinto es una tipología específica de diseño ornamental. Y, como tal, comparte la naturaleza rítmica del patrón decorativo... En su conferencia Evidentemente (publicada en Pintar sin tener ni idea y otros ensayos sobre arte), el heterodoxo historiador del arte Ángel González García puso sobre el tapete la hipótesis de que la práctica del ornamento podría tener su origen en los fosfemas, nombre genérico de las figuras geométricas caleidoscópicas que se ven de forma característica durante las alucinaciones, ya sean éstas producidas por las altas fiebres que muchos hemos experimentado en la infancia o por esas sustancias que el doctor Albert Hofmann (ilustre inventor del LSD) dio en llamar enteógenas. En este estado, la realidad figurativa del mundo pierde su cohesividad y se disuelve en una estructura cambiante de formas geométricas, de espirales que giran y se retuercen: he aquí el origen visual del meandro que conforma la estructura de los primitivos laberintos minoicos y cicládicos. Llegado este punto, queda demostrado que todos los laberintos son patrones decorativos… pero no todos los patrones decorativos son laberintos. Por tanto, ¿qué es lo que hace que reconozcamos a un laberinto como tal?
La imagen moderna del laberinto, tal como lo encontramos en la revista de pasatiempos y en el parque de atracciones, no es la de un camino unívoco; su recorrido nos presenta bifurcaciones y caminos equívocos que nos hacen perder el sentido de la orientación y nos desvían de la senda que lleva o bien a la salida o bien al centro del laberinto, el lugar donde, según la tradición, podemos encontrar al Minotauro (“queda bien que en el centro de una casa monstruosa haya un habitante monstruoso”, Borges otra vez), a una doncella (como en los laberintos tipo jungfraudans de Finlandia y las islas bálticas o en el ritual de Hainuwele en Seram) o a Dios (de acuerdo con la simbología cristiana del alma: en base a esta correspondencia mística se trazaron laberintos en el suelo de las catedrales, el más famoso de los cuales está en Chartres). Otra característica del interior de los laberintos, y que surge de sus orígenes decorativos, es la repetición rítmica, la monotonía, lo que da un carácter mántrico, hipnótico, al acto de recorrerlos (véase Tapicerías). Pero esta repetición es aparente, pues en un laberinto no hay dos pasillos iguales: parecen iguales, pero existen diferencias mínimas, y es solamente aprendiendo a distinguir estas diferencias como podemos desentrañar el acertijo que esconde todo laberinto verdadero. En El nombre de la rosa, Umberto Eco imaginó una biblioteca en forma de laberinto geométrico: “No sé cómo explicar lo que sucedió, pero cuando salimos del torreón el orden de las habitaciones se volvió más confuso. Unas tenían dos puertas; otras, tres. Todas tenían una ventana, incluso aquellas a las que entrábamos desde habitaciones con ventana, convencidos de que nos dirigíamos hacia el interior del Edificio. En cada una el mismo tipo de armarios y de mesas; los libros, agrupados siempre en buen orden, parecían todos iguales, y ni que decir tiene que no nos ayudaban a reconocer el sitio de un vistazo”. Esta monotonía engañosa y sutilmente matizada es el signo distintivo de un laberinto... y podría ser también la definición del minimalismo en música.
Minimalismo. Me viene a la cabeza Eight Lines de Steve Reich: en esta obra aparecen superpuestos varios planos melódicos de distintas duraciones que aparentemente se repiten indefinidamente envueltos en una pulsación rítmica. Pero al prestar atención, nos damos cuenta de que al cabo de cierto número de repeticiones, uno de los planos ha cambiado mínimamente: apenas un puntillo donde antes no lo había, o una discreta adición instrumental... Progresivamente, una acumulación de transiciones imperceptibles nos va llevando por distintos entornos sonoros, y poco a poco adecuamos nuestra percepción a esta narración secuencial aparentemente lineal, pero intrínsecamente laberíntica. El mismo Steve Reich, en The Desert Music, se vale de un poema de William Carlos Williams para describir el estado en que se debe escuchar esta música: “I am wide awake. My mind is listening”. Toda una declaración de principios para un estilo musical que muchos incautos han querido relacionar con el trance y las percepciones alteradas. Mención aparte merece la corriente minimal en la música dance electrónica, los subgéneros conocidos ambiguamente como microhouse y minimal techno; ésta fue en cierto modo una reacción cool, yo diría que hasta quirúrgicamente fría y deshumanizada, aunque necesaria, hacia las obviedades del subidón, los estribillos vocales, las melodías anthem, las percusiones latinas y todos esos recursos facilones de la música de pista de baile. El crooner y pinchadiscos Alberto Santos, alias Todo a 100, alias Ego Kitchen, me contó aquél de “Yo pincho minimal” “¿Y eso cómo es?” “Pues lo mínimo y mal”. Y hay mucho de eso, creedme... Pero, bromas aparte, en torno al minimal o similares hay también gente con materia gris como Gui Boratto, Akufen o Steve Bug que buscan maneras, digamos, oblicuas de conducir una sesión de DJ. Ha sido en sesiones de este pelaje en las que he escuchado más frecuentemente ese exquisito recurso de la imprevisibilidad. El ritmo generador, como en los estilos electrónicos más mainstream, sigue siendo el bombo a negras, four on the floor, pero es frecuente escuchar cómo el beat no empieza al principio de un ciclo, que es lo habitual, sino en algún compás a trasmano y como de tapadillo. En el minimal aparecen y desaparecen planos polirrítmicos descaradamente fríos y matemáticos, como una antítesis robótica del guaguancó: se pueden solapar durante minutos patrones en 3/4 o 5/8 sobre el motor de 4/4, camuflando y alterando así la cuadratura típica del ciclo de 16 ó 32 compases. Hay en todo ello una intencionalidad de huir de lo obvio, de engañar al oyente negándole lo que su oído espera y lo que su costumbre anticipa. El resultado es el desconcierto, el de estar en un territorio sonoro desconocido; sitúa al público en un espacio emocional deliberadamente más neutro que la música en la que puede encontrar referencias más humanas o más familiares. Es el recurso de los caminos equívocos, la arquitectura del laberinto. El caso es que, más allá de su apariencia plastificada, el minimal ha traído a la pista de baile recursos estructurales y psicológicos dignos de tenerse en cuenta, y ha conseguido que rebaños y rebaños de chavales, provistos o no de cristales de MDMA, hagan cola a la puerta de garitos y festivales para dejarse llevar por un estilo musical que en lo que se refiere a timbres, texturas y desarrollo formal suele estar mucho más cerca de la música concreta, o de las arquitecturas musicales de Xenakis, que del pop de los 40 Principales. Perplejidad.
Con todo el jaleo del párrafo anterior no pretendo demostrar que el microhouse sea un laberinto musical, ni Steve Reich un pariente lejano de Dédalo, pero sí revelar sus puntos tangenciales con la lógica del laberinto: Reich ejemplifica su monotonía cambiante, y las sesiones de Donnacha Costello (por decir otro androide minimal) su vocación equívoca; ambos comparten la obstinación rítmica de los diseños ornamentales y un desarrollo lento, hipnótico, basado en la repetición. También tenéis derecho a pensar que, sea cual sea el tema de partida, Alex Cid siempre nos acaba llevando a bailar al Mondo. ¡Pues claro que sí: BAILAR! Ahí está precisamente el cogollo de la cuestión. ¿Sabéis cuál es la conclusión a la que llegó Karl Kerényi en su estudio sobre la historia de los laberintos? Ahí va: ¡que el origen del laberinto es un paso de baile! He aquí la danza como expresión primigenia de la espiritualidad: Walter F. Otto sostenía que los antiguos griegos, antes de levantar templos a los dioses, componer ditirambos o representar tragedias, danzaban sus mitos... y luego vino todo lo demás. Kerényi lo tenía así de claro: “Cualquier investigación sobre el laberinto debería basarse en la danza” (Estudios sobre el laberinto). Robert Graves, a propósito de Cnossos, escribe en The Greek Myths: “An open space in front of the palace was occupied by a dance floor with a maze pattern used to guide performers of an erotic spring dance”… Es significativo comprobar cómo esa mezcla de erudición e intuición poética que caracteriza a Graves no sólo corrobora la relación primordial del laberinto con la danza, sino que pone en evidencia su factor erótico. En efecto, muchos siglos más tarde, los recodos de los intrincados laberintos de seto (turf cut mazes) que adornaban los jardines palaciegos de aquella nobleza de casacas y pelucas empolvadas se convertirían en lugares por excelencia para el encuentro sexual, lejos de miradas indiscretas.
Es curioso cómo el tema de los laberintos ha sido abordado por eruditos de todo calibre desde el punto de vista de la simbología: son los caminos del alma para los doctores de la Iglesia, los perdederos del pecado; es el recuerdo de mitos ancestrales para los historiadores de las religiones: ritos de fertilidad, ritos funerarios, ritos de adivinación (Kerényi pone en relación la forma espiral de los primeros laberintos con la sinuosidad de los intestinos de las víctimas sacrificiales que consultaban los adivinos babilonios); para Freud es un símil del inconsciente... da la sensación de que un laberinto tiene que ser el disfraz de una abstracción para ser algo en lo que merezca la pena interesarnos, y justificar de esta manera la seducción que ejercen sobre nosotros estas trampas de bifurcaciones. Pero hasta Freud tuvo que reconocer que a veces un puro es simplemente un puro: ¿por qué no considerar al laberinto como un fin en sí mismo? La sensación de perderse en un laberinto, de dejarse capturar por sus pasillos y sus esquinas, de retroceder al llegar a un callejón sin salida, de penetrar en un lugar donde tiempo y espacio quedan suspendidos... todo ello es justificación suficiente para que los laberintos existan. Y si no existieran, como dijo Voltaire de Dios, habría que inventarlos. Hoy los laberintos experimentan un auge renovado en la industria del entretenimiento, que es un barómetro de la estética contemporánea mucho más fiable que las temporales del Reina Sofía: estoy hablando de los videojuegos. En efecto, el ingrediente esencial de los dungeons en los juegos de rol es su estructura laberíntica; la informática ofrece así a las nuevas generaciones un sucedáneo de la experiencia de Teseo, ese anhelo irracional que se remonta a la cuna de nuestra civilización.
La dimensión del laberinto y del ornamento sonoro como trampa, física o psicológica, merece otro artículo entero... Ya nos hemos perdido bastante por hoy. Pero... ¿y el título? ¿Quién demonios es Asterión? ¿Y qué tiene que ver con este galimatías? Ah, debéis saber que ése es precisamente el acertijo que esconde este laberinto: invito a un gin tonic al primero que encuentre la respuesta. Os daré una pista: la solución está (¿dónde si no?) en Borges, ese mismo Borges que Umberto Eco transplantó a un monasterio medieval en El nombre de la rosa bajo la identidad del Venerable Jorge... ¡hasta el nombre de pila coincide! Un ciego en una biblioteca, el guardián de un laberinto.
En otra parte (véase Tapicerías) manifesté mi simpatía por la función ornamental de la música. Insinué que el patrón decorativo, un artificio estético aparentemente neutro, puede esconder la puerta de entrada a un laberinto; de hecho, un laberinto es una tipología específica de diseño ornamental. Y, como tal, comparte la naturaleza rítmica del patrón decorativo... En su conferencia Evidentemente (publicada en Pintar sin tener ni idea y otros ensayos sobre arte), el heterodoxo historiador del arte Ángel González García puso sobre el tapete la hipótesis de que la práctica del ornamento podría tener su origen en los fosfemas, nombre genérico de las figuras geométricas caleidoscópicas que se ven de forma característica durante las alucinaciones, ya sean éstas producidas por las altas fiebres que muchos hemos experimentado en la infancia o por esas sustancias que el doctor Albert Hofmann (ilustre inventor del LSD) dio en llamar enteógenas. En este estado, la realidad figurativa del mundo pierde su cohesividad y se disuelve en una estructura cambiante de formas geométricas, de espirales que giran y se retuercen: he aquí el origen visual del meandro que conforma la estructura de los primitivos laberintos minoicos y cicládicos. Llegado este punto, queda demostrado que todos los laberintos son patrones decorativos… pero no todos los patrones decorativos son laberintos. Por tanto, ¿qué es lo que hace que reconozcamos a un laberinto como tal?
La imagen moderna del laberinto, tal como lo encontramos en la revista de pasatiempos y en el parque de atracciones, no es la de un camino unívoco; su recorrido nos presenta bifurcaciones y caminos equívocos que nos hacen perder el sentido de la orientación y nos desvían de la senda que lleva o bien a la salida o bien al centro del laberinto, el lugar donde, según la tradición, podemos encontrar al Minotauro (“queda bien que en el centro de una casa monstruosa haya un habitante monstruoso”, Borges otra vez), a una doncella (como en los laberintos tipo jungfraudans de Finlandia y las islas bálticas o en el ritual de Hainuwele en Seram) o a Dios (de acuerdo con la simbología cristiana del alma: en base a esta correspondencia mística se trazaron laberintos en el suelo de las catedrales, el más famoso de los cuales está en Chartres). Otra característica del interior de los laberintos, y que surge de sus orígenes decorativos, es la repetición rítmica, la monotonía, lo que da un carácter mántrico, hipnótico, al acto de recorrerlos (véase Tapicerías). Pero esta repetición es aparente, pues en un laberinto no hay dos pasillos iguales: parecen iguales, pero existen diferencias mínimas, y es solamente aprendiendo a distinguir estas diferencias como podemos desentrañar el acertijo que esconde todo laberinto verdadero. En El nombre de la rosa, Umberto Eco imaginó una biblioteca en forma de laberinto geométrico: “No sé cómo explicar lo que sucedió, pero cuando salimos del torreón el orden de las habitaciones se volvió más confuso. Unas tenían dos puertas; otras, tres. Todas tenían una ventana, incluso aquellas a las que entrábamos desde habitaciones con ventana, convencidos de que nos dirigíamos hacia el interior del Edificio. En cada una el mismo tipo de armarios y de mesas; los libros, agrupados siempre en buen orden, parecían todos iguales, y ni que decir tiene que no nos ayudaban a reconocer el sitio de un vistazo”. Esta monotonía engañosa y sutilmente matizada es el signo distintivo de un laberinto... y podría ser también la definición del minimalismo en música.
Minimalismo. Me viene a la cabeza Eight Lines de Steve Reich: en esta obra aparecen superpuestos varios planos melódicos de distintas duraciones que aparentemente se repiten indefinidamente envueltos en una pulsación rítmica. Pero al prestar atención, nos damos cuenta de que al cabo de cierto número de repeticiones, uno de los planos ha cambiado mínimamente: apenas un puntillo donde antes no lo había, o una discreta adición instrumental... Progresivamente, una acumulación de transiciones imperceptibles nos va llevando por distintos entornos sonoros, y poco a poco adecuamos nuestra percepción a esta narración secuencial aparentemente lineal, pero intrínsecamente laberíntica. El mismo Steve Reich, en The Desert Music, se vale de un poema de William Carlos Williams para describir el estado en que se debe escuchar esta música: “I am wide awake. My mind is listening”. Toda una declaración de principios para un estilo musical que muchos incautos han querido relacionar con el trance y las percepciones alteradas. Mención aparte merece la corriente minimal en la música dance electrónica, los subgéneros conocidos ambiguamente como microhouse y minimal techno; ésta fue en cierto modo una reacción cool, yo diría que hasta quirúrgicamente fría y deshumanizada, aunque necesaria, hacia las obviedades del subidón, los estribillos vocales, las melodías anthem, las percusiones latinas y todos esos recursos facilones de la música de pista de baile. El crooner y pinchadiscos Alberto Santos, alias Todo a 100, alias Ego Kitchen, me contó aquél de “Yo pincho minimal” “¿Y eso cómo es?” “Pues lo mínimo y mal”. Y hay mucho de eso, creedme... Pero, bromas aparte, en torno al minimal o similares hay también gente con materia gris como Gui Boratto, Akufen o Steve Bug que buscan maneras, digamos, oblicuas de conducir una sesión de DJ. Ha sido en sesiones de este pelaje en las que he escuchado más frecuentemente ese exquisito recurso de la imprevisibilidad. El ritmo generador, como en los estilos electrónicos más mainstream, sigue siendo el bombo a negras, four on the floor, pero es frecuente escuchar cómo el beat no empieza al principio de un ciclo, que es lo habitual, sino en algún compás a trasmano y como de tapadillo. En el minimal aparecen y desaparecen planos polirrítmicos descaradamente fríos y matemáticos, como una antítesis robótica del guaguancó: se pueden solapar durante minutos patrones en 3/4 o 5/8 sobre el motor de 4/4, camuflando y alterando así la cuadratura típica del ciclo de 16 ó 32 compases. Hay en todo ello una intencionalidad de huir de lo obvio, de engañar al oyente negándole lo que su oído espera y lo que su costumbre anticipa. El resultado es el desconcierto, el de estar en un territorio sonoro desconocido; sitúa al público en un espacio emocional deliberadamente más neutro que la música en la que puede encontrar referencias más humanas o más familiares. Es el recurso de los caminos equívocos, la arquitectura del laberinto. El caso es que, más allá de su apariencia plastificada, el minimal ha traído a la pista de baile recursos estructurales y psicológicos dignos de tenerse en cuenta, y ha conseguido que rebaños y rebaños de chavales, provistos o no de cristales de MDMA, hagan cola a la puerta de garitos y festivales para dejarse llevar por un estilo musical que en lo que se refiere a timbres, texturas y desarrollo formal suele estar mucho más cerca de la música concreta, o de las arquitecturas musicales de Xenakis, que del pop de los 40 Principales. Perplejidad.
Con todo el jaleo del párrafo anterior no pretendo demostrar que el microhouse sea un laberinto musical, ni Steve Reich un pariente lejano de Dédalo, pero sí revelar sus puntos tangenciales con la lógica del laberinto: Reich ejemplifica su monotonía cambiante, y las sesiones de Donnacha Costello (por decir otro androide minimal) su vocación equívoca; ambos comparten la obstinación rítmica de los diseños ornamentales y un desarrollo lento, hipnótico, basado en la repetición. También tenéis derecho a pensar que, sea cual sea el tema de partida, Alex Cid siempre nos acaba llevando a bailar al Mondo. ¡Pues claro que sí: BAILAR! Ahí está precisamente el cogollo de la cuestión. ¿Sabéis cuál es la conclusión a la que llegó Karl Kerényi en su estudio sobre la historia de los laberintos? Ahí va: ¡que el origen del laberinto es un paso de baile! He aquí la danza como expresión primigenia de la espiritualidad: Walter F. Otto sostenía que los antiguos griegos, antes de levantar templos a los dioses, componer ditirambos o representar tragedias, danzaban sus mitos... y luego vino todo lo demás. Kerényi lo tenía así de claro: “Cualquier investigación sobre el laberinto debería basarse en la danza” (Estudios sobre el laberinto). Robert Graves, a propósito de Cnossos, escribe en The Greek Myths: “An open space in front of the palace was occupied by a dance floor with a maze pattern used to guide performers of an erotic spring dance”… Es significativo comprobar cómo esa mezcla de erudición e intuición poética que caracteriza a Graves no sólo corrobora la relación primordial del laberinto con la danza, sino que pone en evidencia su factor erótico. En efecto, muchos siglos más tarde, los recodos de los intrincados laberintos de seto (turf cut mazes) que adornaban los jardines palaciegos de aquella nobleza de casacas y pelucas empolvadas se convertirían en lugares por excelencia para el encuentro sexual, lejos de miradas indiscretas.
Es curioso cómo el tema de los laberintos ha sido abordado por eruditos de todo calibre desde el punto de vista de la simbología: son los caminos del alma para los doctores de la Iglesia, los perdederos del pecado; es el recuerdo de mitos ancestrales para los historiadores de las religiones: ritos de fertilidad, ritos funerarios, ritos de adivinación (Kerényi pone en relación la forma espiral de los primeros laberintos con la sinuosidad de los intestinos de las víctimas sacrificiales que consultaban los adivinos babilonios); para Freud es un símil del inconsciente... da la sensación de que un laberinto tiene que ser el disfraz de una abstracción para ser algo en lo que merezca la pena interesarnos, y justificar de esta manera la seducción que ejercen sobre nosotros estas trampas de bifurcaciones. Pero hasta Freud tuvo que reconocer que a veces un puro es simplemente un puro: ¿por qué no considerar al laberinto como un fin en sí mismo? La sensación de perderse en un laberinto, de dejarse capturar por sus pasillos y sus esquinas, de retroceder al llegar a un callejón sin salida, de penetrar en un lugar donde tiempo y espacio quedan suspendidos... todo ello es justificación suficiente para que los laberintos existan. Y si no existieran, como dijo Voltaire de Dios, habría que inventarlos. Hoy los laberintos experimentan un auge renovado en la industria del entretenimiento, que es un barómetro de la estética contemporánea mucho más fiable que las temporales del Reina Sofía: estoy hablando de los videojuegos. En efecto, el ingrediente esencial de los dungeons en los juegos de rol es su estructura laberíntica; la informática ofrece así a las nuevas generaciones un sucedáneo de la experiencia de Teseo, ese anhelo irracional que se remonta a la cuna de nuestra civilización.
La dimensión del laberinto y del ornamento sonoro como trampa, física o psicológica, merece otro artículo entero... Ya nos hemos perdido bastante por hoy. Pero... ¿y el título? ¿Quién demonios es Asterión? ¿Y qué tiene que ver con este galimatías? Ah, debéis saber que ése es precisamente el acertijo que esconde este laberinto: invito a un gin tonic al primero que encuentre la respuesta. Os daré una pista: la solución está (¿dónde si no?) en Borges, ese mismo Borges que Umberto Eco transplantó a un monasterio medieval en El nombre de la rosa bajo la identidad del Venerable Jorge... ¡hasta el nombre de pila coincide! Un ciego en una biblioteca, el guardián de un laberinto.
Vale. He leído catorce veces catorce tu post y me he perdido, claro. Es lo suyo. Todas las partes de la casa están muchas veces, cualquier lugar es otro lugar. Ya no sé si soy un toro con cabeza de hombre o un hombre con cabeza de toro. Catorce veces cornudo, en todo caso. Sin embargo, leer el Asterión de Borges me deja sumido en un silencio estremecedor. Lejos, muy lejos de las danzas rituales. Pero bueno, si tú lo dices, bring on the dancing horses.
ResponderEliminar¡Bravo! Veo que ya tenemos ganador para el gin tonic. Todo queda en la familia, claro...
ResponderEliminarGrande, grandísimo Borges. Me has hecho releer La casa de Asterión.
ResponderEliminarDetecto influencia bíblica en las catorce puertas ("el original dice catorce, pero sobran motivos para inferir que, en boca de Asterión, ese adjetivo numeral vale por infinitos"), equivalentes a los cuarenta días y cuarenta noches de lluvia (el arca de Noé), que también equivalían a un número indefinido.
Al referirse a la geometría de la casa ("todas las partes de la casa están muchas veces, cualquier lugar es otro lugar") veo conexión directa con la obsesión de Juan José Millás con las estancias en espejo (en Laura y Julio lo lleva al límite).
Si nos centramos en la música (y cambiando un poco de tercio), ¿no sería Stravinsky un genial constructor de laberintos? ¿qué tal la visión creadora de Miles Davis? Múltiples caminos en la concepción, en la interpretación y en la escucha. ¿Quién da más?
Y hablando de espacios laberínticos: momento para volver a leer La construcción, de Franz Kafka.
Abrazotes Álex & family
¡Hola Alex! Yo no me gano el gin tonic ni de coña, pero ya sabes que con un vermouth de grifo me conformo.
ResponderEliminarCuando leo lo que escribes (que me encanta) me viene a la cabeza la decoración árabe, ese tapiz de laberintos tan repetitivo y me pregunto:
¿Cuándo nos vas a hablar del punto culminante? ¿y del desplome después de llegar a la máxima tensión? Pienso en el Omnes Generationes del Magníficat de Bach, el Blue Skies de Ella Fitzgerald o en el ombligo del David de Miguel Ángel. Necesito los puntos culminantes, entender hacia dónde voy; que la música me agarre, me arrastre y no me suelte hasta que ella lo decida. No quiero música de mobiliario, ¡y me encanta Satie!
A lo mejor es que soy demasiado cobarde para entrar en el laberinto, me angustiaría. ¡Viva la sección áurea! En realidad buscarla es humano ya que aparece en las proporciones de la naturaleza y dicen en wikipedia que en las de nuestro propio cuerpo también...en cualquier caso, enhorabuena por tu blog, da gusto leerte.
Irene
Me debes catorce gin tonics con los cuernos crecidos. Uno por Borges, otro por Satie, otro por Irene la buscadora de clímax, otro otra vez por Borges, otro por Ella, otro más cargado por Billie, otro por Artaud, otro por Stravinski, otro por Lemonadovy Joe, otro por Curtis ("Su pelo ¿dónde está su pelo?"),otro por Duchamp, otro por la cara y el último por Eco (Umberto, no purita reverberación ni Bunnymen). El número bíblico es 13, no 14. Así que me llevo una por el redondeo.
ResponderEliminar