Acabo de pasar unos días en Londres. Alimentaba cierta expectación, no sólo por la apabullante oferta cultural de la ciudad, sino por echar un vistazo in situ al lugar donde nació y se desarrolló la escena de West London, el sonido de esos broken beats que nunca terminaron de despegar de la escena underground pero que atrajeron la atención de músicos y productores de la aldea global, con su energética síntesis de soul, jazz y breaks; beats que son como una evolución fresca y electrónica del Chick Corea de Leprechaun o Return to Forever. Desde más o menos el cambio de siglo, la distribuidora Goya Music actuaba como un paraguas legal para editar y cohesionar los múltiples y camaleónicos mini-sellos discográficos que surgieron en torno a esta corriente (Mainsqueeze, People, 2000 Black, Neroli...), mientras que Co-Op se convirtió en la sociedad cooperativa encargada de organizar eventos, fiestas y sesiones para que los broken beats hicieran el mayor ruido posible en la escena londinense. El cuartel general de Co-Op era un sótano oscuro y pegajoso de Curtain Road, el Plastic People, que acogía una sesión estable donde pinchaban sus últimos temas los abanderados de la escena: Domu, IG Culture, Seiji, Afronaught, Dego... Pero, oh caprichos de la moda, hace ya tres o cuatro años que los broken beats pasaron de moda en esa alcantarilla de las tendencias, agua que corre: Goya Music quebró, Co-Op se quedó sin sede y acabó por dejar de organizar fiestas; los modernos hambrientos de soul se refugiaron en la siempre resultona onda retro (Amy Winehouse y similares), que ha salido totalmente “overground” en una acogida espectacular por el gran público (aunque no olvidemos que las remezclas de Frank, el primer disco de Amy, antes del pelotazo de Back to Black con Mark Ronson, las firmaban Bugz in the Attic, Seiji y brokenbeateros de pro), mientras que la escena underground se vio desbordada por ese otro nuevo estilo de breaks, más oscuro y violento, llamado dubstep. Mientras los soulful beats de West London fueron pasto exclusivo de un público minoritario, el dubstep se ha convertido en un fenómeno más popular, sobre todo en un público joven. El rostro vocal del dubstep, el grime, me ha producido rechazo desde sus orígenes por la violencia y la actitud poligonera de sus letras; sin embargo, encontré en el dubstep instrumental una serie de elementos atractivos: beats espaciados, bajos profundos y reptantes en primer plano (herencia de Jamaica y de la cultura de soundsystem londinense) y producciones atmosféricas e inquietantes. El LP de Burial se convirtió en un fenómeno internacional (aunque a mí me parece de lo más aburrido), y elementos del dubstep se transparentan en fenómenos etnoelectrónicos de la nueva aldea global, como el maravillosamente estridente Arular de M.I.A. o la más reciente cantante dominicana Maluca, que se está comiendo con patatas la escena latina de NY; de la escena de dubstep londinense están saliendo nuevas caras de la MTV, con sus capuchas y sus gorras tiesas: toyacos sin complejos como Tinchy Stryder. Vamos, que a la chavalería cazatendencias londinense se le llena la boca y el esófago con esto del dubstep, y por eso precisamente no se le puede pasar por alto.
Así que ¿qué pudo hacer nuestro agente especial en Londres, Alex Cid, sino aprovechar para darse un garbeo por el mismísimo corazón palpitante del dubstep? Estoy hablando de Forward, la sesión que se organiza en... adivinadlo: el Plastic People. Marta decidió quedarse en el hotel. Muy sabiamente, porque desde que entró una vez en la galería subterránea de la pirámide de Kefrén sufre ataques temporales de claustrofobia, y os aseguro que aquello del Plastic People era bastante más agobiante, húmedo y caluroso que la tumba de cualquier faraón del Imperio Antiguo, con penumbra y techos bajos incluidos en las cinco libras de la entrada. Doy fe de que eso del dubstep es todo un fenómeno en la capital británica: el garito estaba a reventar de chavales londinenses, público mixto y multirracial entre 18 y 30 años dispuesto a perder litros y litros de sudor... debe de ser parte del ritual, porque algunos insiders llevaban el masoquismo al extremo de lanzarse a la pista con sus sudaderas (nunca mejor dicho) bien cerradas y la capucha cubriéndoles hasta la visera. El público estaba entregado incondicionalmente, y más o menos high según los casos, y puedo decir que nunca me había sometido (esa es la palabra) a una experiencia sonora de tal calibre. Los graves del mítico sistema de sonido del garito estaban desproporcionadamente potenciados, de modo que las andanadas de bajos subterráneos, protagonistas absolutos del entorno sonoro, daban al público literalmente una paliza de bajas frecuencias. Cada nota de los bajos resonaba en un punto distinto del cuerpo. Recuerdo un tema en el que una frecuencia me estaba haciendo vibrar un músculo del cuello hasta el umbral del dolor. Me acordé de que siempre me quejo de que los sistemas de sonido de España no tienen graves... ¿es que no podemos encontrar un término medio, señores?
De vez en cuando aparecían MCs invitados, con un flow brutal cargado de jamaicanismo, y menos mal que no entendía nada de lo que decían porque seguro que no me hubiera gustado. Pero la parte más sorprendente era la actitud del DJ frente al público. No era en absoluto una sesión continua: todo lo contrario. Era una yuxtaposición aparentemente caótica de fragmentos, principios de temas, ruidos estridentes, atmósferas, todo ello animado por la voz del propio DJ, que disponía de un micrófono y jaleaba a la audiencia como si de un programa de radio se tratase. A veces decía de quién era el tema que iba a pinchar, a veces insultaba al público (“You gonna fuckin suck my dick fuckers” y lindezas por el estilo)... Vamos, todo lo contrario de un DJ ornamental. Tenía la vocación y la presencia de un verdadero maestro de ceremonias, de un teaser. La relación que se establecía con el público era descaradamente sadomasoquista. Nosotros estábamos allí para ser castigados. Esto me recuerda a... ¿conocéis a Merzbow? Es un artista japonés, una mente inquieta y perversa y uno de los estandartes del noise más experimental y chirriante. Merzbow habla de la interacción física de la música con el oyente, de la percepción acústica como una realidad táctil que hace vibrar nuestro cuerpo. Un sonido puede ser una caricia o un azote, y la elección de uno u otro recurso, o combinación de ambos, por parte del músico o compositor (o DJ en nuestro caso) condiciona una relación erótica de poder con el oyente. No en vano Merzbow es el autor de Music for a Bondage Performance, todo un clásico del ruidismo, y todo un gurú de la intelligentsia fetichista / s&m nipona. ¿Os suena todo esto muy bizarro? No lo es tanto, pensad un poco... Es bien sabido que una de las razones principales por las que el público va a un concierto es... ¡para que le den caña! Sí, el éxtasis llega cuando el cantante, armado de decenas de miles de vatios de poder sonoro, insulta al público, escupe al público, orina sobre el público. El guitarrista lanza un acople a mala hostia para que nos sangren los oídos. ¡De esto va el rock’n’roll, amigos! Y este tipo de relación con el arte no es exclusiva del ámbito musical. Pensad en una exposición de Francis Bacon; ¿acaso la gente se detiene delante de una Crucifixión para decir “qué bonito”? No, los amasijos gritones de carne y vísceras que pintaba Bacon están sobre el lienzo para revolvernos, para violentar nuestra sensibilidad estética. Por no hablar de los accionistas vieneses y sus sanguinolentas performances. Y en la literatura, Bukowsky o Burroughs (el de Naked Lunch, no el de Tarzán). O, volviendo al universo cultural más popular, todo el fenómeno del gore: para cerrar el círculo, los flyers y carteles de dubstep recurren a menudo a la imaginería del gore. Zombies de cuyas órbitas huecas mana sangre a borbotones. ¡Bingo! Esto es infinitamente más atractivo para los chavales que la actitud cool y sofisticada de sus predecesores los broken beats.
Pero quizás lo que más me llamó la atención en aquella intensa velada de Forward fue la aparente falta de estructura de la sesión. El DJ lanza un ritmo demoledor, lo para en seco a los dos compases. Ahora una sección de ruidos totalmente arrítmica, ahora de nuevo cuatro compases de una base dislocada y violenta. Un corte más, un par de insultos, un bajo atronador. Más atmósferas. Surgido de la nada, un groove monstruoso. Corte. Ruidos. Distorsiones. Un saludo para mi colega Rusty que está en la sala. Ruidos. Otro beat, esta vez quince segundos. Para el disco. Entonces de repente caí en la cuenta: lo que está haciendo el DJ es... ¡zapping! Nada más adecuado para un mundo en que las nuevas generaciones están acostumbradas a que el material mediático se suceda a velocidad de vértigo: ¿un tema de tres minutos? ¿Quién va a escuchar eso entero? Basta con el estribillo, o ese subidón tan guapo, y a otra cosa; es una cadena de estímulos apretujados uno contra otro. La sesión, en efecto, era como uno de estos programas de televisión que muestran, uno tras otro y en sucesión vertiginosa, los “mejores momentos” de la programación; un perrito que baila la rumba, un reportero al que se le vuela la peluca, un triple accidente mortal en la A-4, una famosa que pierde los papeles delante de las cámaras, un robot que toca el acordeón, una masacre en Ciudad Juárez, un surfista cojo cabalgando olas en Nueva Zelanda... diez segundos de cada cosa son suficientes, con la premisa de que tienen que ser impactantes. Es la filosofía de Twitter: resume todo lo que tengas que decir en una sola frase, ¡y que tenga gancho!
Así que salí del Plastic People con una sensación de alivio por respirar otra vez aire fresco y haber salido del reino de los zombies, pero también un tanto caviloso, porque vi allí las tendencias del lenguaje, y no me gustó el mensaje ni la retórica. En aquella televisión underground no se paraba de hacer zapping, y en todos los canales había películas gore. Hace apenas dos semanas se cumplían cuarenta años de Woodstock. ¿Qué fue de aquello? ¿Dónde nos equivocamos?
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