¿Cuál es la función que desempeña la música en la sociedad actual? Como obrero del sector, creo que me va a venir bien detenerme y concederle un espacio de reflexión a esta pregunta. Todos estamos de acuerdo en que vivimos rodeados de música, hasta tal punto que muchas veces nuestra consciencia deja de filtrarla y pasa a ser un mantra caótico que nos acompaña... algo así como la banda sonora de una película. De modo que, paradójicamente, la música se hace tan imprescindible que dejamos de hacerle caso. Creo que fue Erik Satie el primero en darse cuenta de que algo estaba cambiando en la función del entorno musical entre la burguesía parisina de principios del XX, porque fue el primero en concebir lo que felizmente llamó musique d’ameublement, literalmente “música de mobiliario”. En 1920 Satie escribe en una carta a Cocteau: “La música de mobiliario crea una vibración; no tiene otro objeto; representa el mismo papel que la luz, el calor y el confort en todas sus formas”. Un antepasado directo del hilo musical, vamos. Música sin estridencias, concebida para no prestarle atención: una bomba para la visión transcendentalista de la música que profesaban Hegel o Schopenhauer, ese Arte (sí, con mayúscula) que estaba destinado a redimir a la humanidad... El siglo XX ha demostrado que tamaña tarea le venía demasiado grande al pobre Arte; y Satie, que criaba a sus miniaturas musicales como si fueran gusanitos de seda, se dio cuenta y le ofreció un empleo más humilde. Luego vendría el muzak, el hilo musical; luego vendría Brian Eno y su Música para aeropuertos. Luego, en la música electrónica más lúdica, acuñarían ese concepto-cajón del chill-out. El chill-out se puede definir como un entorno musical confortable que no aspira a ocupar un protagonismo, sino acompañar de manera envolvente otras actividades.
Un panorama radicalmente distinto nos espera si nos fijamos en la otra cara de la moneda: la función catártica de la música. Somos herederos de aquellos antiguos atenienses que paseaban sus clámides y sus pecados por el ágora, y luego purificaban su alma en el teatro como espectadores de las sublimes desgracias de Medea, Edipo, Orestes o cualquiera otro de esos tristes héroes; es la descarga emocional que Aristóteles identificó en su “Poética” como katharsis. Hoy, dos mil cuatrocientos años después, no es sino una catarsis colectiva el rito que se renueva en la sala de conciertos y en los festivales. Un podio elevado, miles de vatios de luz y sonido, un público sudoroso y entregado que concentra sus cinco sentidos en el escenario y quiere que los artistas se lo den todo. Se trata de un público hambriento de emociones intensas. Quiere presenciar cómo el músico-chamán entra en trance durante su solo, cómo vomita millones de notas en un alarde de acrobacia virtuosística. Quiere ver al cantante yonqui en su vorágine de autodestrucción, viviendo al límite su destino de mito efímero (Jesucristo murió por su público, como Jim Morrison o, a este paso, Amy Winehouse). O, en esos espectaculares ritos musicales de las raves, el público participa activamente en una aniquilación colectiva de la personalidad, en una fusión con lo Absoluto inducida por drogas y una música hipnótica a volumen desproporcionado. Los misterios de Eleusis al alcance de la juventud de hoy, para horror de sus padres (que nunca se han comido pirulas y, precisamente por eso, no entienden de mística posmoderna) y para desventura de sus propios tímpanos y neuronas. Katharsis... ¿qué pensaría Aristóteles del acid house?
Espectáculo total en unos casos, ornamento sonoro en otros: estas son las coordenadas para ubicar socialmente el hecho musical hoy en día. Entre uno y otro extremo hay infinidad de grados y matices, pero los polos ejercen inevitablemente una atracción. Veamos un par de ejemplos prácticos de este campo magnético... ¿conocéis a The Cinematic Orchestra? John Swinscoe, el cerebro de la banda en cuestión, nos ofrece en sus discos un milagro de equilibrio y color, una colección de paisajes sonoros de desarrollo lento, cíclico, hipnótico. Discos como Everyday o The Man with a Movie Camera rezuman belleza y contención. Sin embargo, en directo desparraman. Disparan las dinámicas, buscan el efectismo: es lo que el público espera que ocurra en un concierto. Aplausos y gritos al final de cada solo. También el mismísimo Jan Garbarek, el gran saxofonista noruego, el rey de las atmósferas y del movimiento congelado, sabe muy bien que los directos son ante todo espectáculo y los construye en torno a “puntos de aplauso”, buscando la variedad y que nadie se aburra. ¿Qué cabida tiene en una música introspectiva como la de Garbarek empotrar en el concierto deslumbrantes solos-cadenza de cada uno de los miembros de la banda, escaparates huecos de virtuosismo? Es el precio que hay que pagar para mantener la atención del público. En una cultura mediática de saturación sensorial in crescendo, necesitamos una cascada de estímulos incesante para dejarnos atrapar por lo que está ocurriendo en el escenario. La gente ha pagado dinero por su entrada, y eso le da derecho a exigir una cantidad proporcional de emociones intensas. La sala de conciertos entra así en la misma categoría psicofisiológica que la montaña rusa o el tren de la bruja: la necesidad de descarga de adrenalina se conjuga con la búsqueda de empatía emocional. Vamos, katharsis, lo que estoy diciendo todo el rato. A lo mejor si Aristóteles hubiera conocido el tren de la bruja no le habría parecido tan interesante la tragedia.
Pero no hay que descargar toda la culpa sobre el público... los músicos (al menos los que no ganamos mucho dinero) tenemos la curiosa costumbre de responsabilizar al público, esa bestia de mil ojos, de todas nuestras desgracias. ¿No sería razonable pensar que nosotros también tenemos nuestra parte de culpa? Sí, nosotros y nuestro ego, que presupone que cuando tocamos en directo lo que el público debería hacer sería escuchar en silencio, abrir de par en par su alma a nuestro ARTE (sí, esa palabreja), concedernos en todo momento la atención que merecemos. A lo mejor lo que quiere hacer esa gente no es más que pasar un rato agradable, olvidarse por unos momentos de una vida laboral o familiar que se ha convertido en una losa; y ahí estamos nosotros los músicos, vomitando nuestro “elevado y necesario” mensaje y aspirando a usurpar ilegítimamente un espacio en sus pobres, castigadas y sobresaturadas mentes. Así que yo entiendo perfectamente que la gente “normal” prefiera ir una tarde de sábado a un café a charlar con sus amigos a encerrarse en un local de música en vivo, donde hay sobre el escenario una banda (palabra, fijaos, aplicable a gángsters o a músicos) ocupando un espacio físico y sonoro petulantemente protagónico en el entorno. Si los músicos nos limitáramos a tocar música... pero no, además queremos que nos admiren, que nos envidien, que nos deseen. Y nuestro output sonoro está patológicamente condicionado por estos pruritos de insatisfacción.
Me gustaría llamar la atención sobre una de las características que diferencian más sutilmente los estilos musicales situados en los dos polos de la funcionalidad social, el catártico y el ornamental. Digamos que la música que aspira a ocupar un protagonismo debe presentar carácter narrativo; con esto no me refiero a que tenga que ser necesariamente música vocal, sino a que esté articulada en base a recursos retóricos puramente musicales, como una forma elaborada, secciones contrastantes, repetición de estribillos y/o gimmes reconocibles y pegadizos (los que Oliver Sacks llama “gusanos cerebrales”), solos “que crezcan” y otras técnicas para atraer la atención sobre el discurso musical. Un entorno sonoro con vocación de musique d’ameublement debería aspirar a todo lo contrario, tener un carácter mántrico: formas cíclicas, monotonía, solos instrumentales que no busquen un build-up de energía sino una sensación de confortable estatismo... y otras técnicas para mantenerse sumergido en un nivel subliminal. Ni que decir tiene que esta ha sido una opción mucho menos apetecible para los músicos-tipo, de ego sediento, deslumbrados unos por la purpurina del star system y otros por aquella máxima sospechosa, e indiscutiblemente rancia, de l’art pour l’art que tantos ahorcados solitarios dejó en las buhardillas de París.
Pero yo os había prometido en el título que iba a hablar de tapicerías. Superficies ornamentales que recubren un espacio y lo ritman cíclicamente dotándole de un sentido estético. Papel pintado. Un patrón decorativo que se repite ad infinitum. Lo esencial en las cenefas es el ritmo, la manera de entretejer motivos simples y reproducirlos una y otra vez en un gozoso misterio de circularidad. Es lo que en la música de hoy (la “música popular urbana”, que diría un musicólogo poco avisado) se conoce como groove; en el desarrollo de la música dance electrónica, el groove sale del subsuelo y se convierte en el elemento principal. El resto de los sonidos gravitan alrededor del groove, como chispas que saltan de cada golpe de batería. Groove viene a significar “surco”, el patrón ornamental básico: la línea continua. El que traza el arado sobre la tierra o la aguja sobre el vinilo. Basta con dejarse llevar por una buena sesión de house (yo os recomiendo Masters at Work o Miguel Migs) para percibir como una realidad táctil ese vector rítmico que nos empuja por una sucesión de hechos sonoros. Otros extraordinarios ingenieros del ritmo son algunos productores de hip hop, aunque aquí nos movemos en un estilo en el que la “base” suele servir de continuum para el despliegue sin tregua de las habilidades vocales del MC o el virtuosismo del DJ; en el hip hop, ya sea entendido como música o como lifestyle, la exhibición del ego se ha convertido en una de las líneas maestras. Sin embargo, el verdadero corazón del rap está bombeando sangre ahí abajo, por debajo de las letras y de los scratches: las bases, alfombras de puro groove, que sientan el pulso y la atmósfera necesarios para darle alas al verbo. Por sí solas, son ejemplos de ese carácter mántrico de ciertas composiciones del que hablaba en el párrafo anterior; el tempo entre 80 y 100 bpm las acomoda, además, al ritmo de nuestros pasos. Escuchad las Petestrumentals de Pete Rock, o Visioneers, ese homenaje urdido por Marc Mac a las bases clásicas del “dirty old hip hop”, para entender que aquí estamos hablando de tapicerías de lujo.
Seguro que habéis notado que he desarrollado cierta simpatía por la vertiente de la música más cercana a lo ornamental, a ese “segundo plano” que entra en conflicto con nuestro afán de protagonismo. No hay mayor maldición para el profesional del jazz que tocar en una amenización (y eso que gran parte de nuestras ganancias vienen de ahí precisamente… ¡qué ingratos!); para los no iniciados, sabed que las amenizaciones son bolos en los que nadie te escucha, en los que no hay aplausos entre tema y tema, en los que el único feedback que puedes aspirar a recibir del cliente es un lacónico “tocad más flojo, por favor”. El músico las considera un puro trámite, una tierra de nadie de donde no puede surgir esa “verdadera música” que necesita atención. Excepto la del político mitinero, no hay profesión que dependa más desesperadamente del aplauso que la del músico: hemos hecho que nuestra inseguridad (pues no es ninguna otra cosa esa necesidad de reconocimiento) sea la base sobre la que construir una actuación. Y ningún castillo se puede tener en pie sobre cimientos tan movedizos. Yo busco una revolución silenciosa, en la que el artista no busque su satisfacción en la admiración de los demás sino en un trabajo bien hecho. El trabajo de un artesano, de un maestro tejedor, artífice de una tapicería sutil de atmósferas acústicas, de entornos sonoros… y la clave es aquí la palabra sutil, porque la greca ornamental puede esconder la puerta de entrada a un laberinto. Puede ser una trampa. Puede ser una estrategia acústica para capturar al espectador en una sima más profunda de la percepción...
Pero esa es otra historia, y debe ser contada en otra ocasión.
Álex: ¡enhorabuena! Fantástico tu estreno. Espero que no tardemos mucho en tener tu siguiente entrega. Un abrazo,
ResponderEliminarPachi
Alex, ya era hora de que compartieses este aporte literario a la musica que me llamo la atencion cuando te conoci. Tienes el talento musical que hace falta, y ademas el vocabulario y el ingenio para hacerlo atractivo. Estare pendiente de tus proximos post ;)
ResponderEliminarPerdona la falta de tildes, estoy en Gales. Un abrazo,
Leila Nachawati
http://unmundollenodemundos.blogspot.com
Bravo, señor Cid. Toda una demostración de sus dotes literarias y su cultura ilimitada. Amén, por supuesto de que eres todo un filósofo musical, aunque eso ya lo sabia.
ResponderEliminarOle y ole, me ha encantado. Nos hacemos ornamentales, amigo?
Aquí se ponen de manifiesto 1) tus subexplotadas dotes de meditabundo ensayista destripador de bibliotecas; 2) tus requetesubexplotadas aptitudes literarias; 3) tus jugosas paranoias configurando un prisma muuuy interesante para observar e interpretar el papel de la música en la víscera humana. Digo víscera porque ahí cabe el cerebro, el corazón, el hígado y la vesícula biliar. Todos los músicos deberían intentar mirar por ese prisma antes de machacarse dichas vísceras con sexo, droga y rocanrol. Bueno, disculpo lo primero. No hay nada como una buena paja mental cuando se enciende y prende fuego al granero de la imbecilidad colectiva. Perdón si utilizo símiles de notabilísima estupidez. Porque o no he entendido nada o hay un punto de erudición en todo esto. Como no soy músico, soy muy poco leído y cada día que pasa se me pasa un día de vida daré mi opinión brevemente: chachi piruli lo que dices. Pero siendo la música in-dis-cu-ti-ble-men-te una de las más elevadas expresiones artísticas, he aquí que una cualidad destacable sea su plasticidad: hay múltiples grados, niveles, colores y matices entre hilo musical y el paroxismo groove. Y todos tienen su puntito. Mi opinión es que a Aristóteles le parecería una mierda el tren de la bruja, el cual, por otra parte, a Platón le encantaría, claro. Aristóteles fliparía en una sesión groove, tendría un subidón bestial metiéndose la séptima de Beethoven en vena, se enamoraría de la voz de Billie Holiday, se mancharía la túnica de baba con una balada irlandesa a capella, etc. Tengo mis dudas sobre si alguien que podía imaginar la voz de las sirenas aguantaría despierto a Mahler o soportaría sin pestañear una jam session de jazz... Simplemente porque ahí, como apuntas, es donde la búsqueda de la belleza choca peligrosamente con el ego del creador... ¡Oh, qué delicado para el genio encontrar el equilibrio! Lo que dices es cierto y es simple. El arte puede ir en busca de la belleza, de la trascendencia o de la transgresión. Tu propuesta ornamental va por la vía de la belleza. Yo, como modesta hormiguilla en el hormiguero del público racional del plástico, los surcos, los cafés a deshora y los estadios, creo que ese es el camino del tesoro. Si supiera qué coño hay dentro del tesoro te lo diría. Pero me temo que no siempre son monedones de oro.
ResponderEliminarKeep them coming.
Hola
ResponderEliminarSí yo me lopregunto habitualmente ¿para qué sirve una canción?
Lo de música de mobiliario es que se oye, pero no se escucha, como la de Supermercado, que es muy efectiva sirve o para comprar rápido o lento según interese.
Y para la catarsis podemso ir aún más allá de Atenas, imagino los tambores alrededor de la hoguera¡¡¡
Yo tuve hace unos meses un gusano mental que me taladró Ringa Ringa http://silvitainwonderland.blogspot.com/2009_04_01_archive.html, muy interesante el libro de Sacks, el libro porque algunas historias son para no dormir.
Me leído casi todo esto porque buf podías haberlo parido en más cortes, ¡¡te quedarías bien a gusto¡¡
Saludos
Silvia
www.silvitainwonderland.blogspot.com
Te has hechado un solo de escritura¡¡¡¡