sábado, 21 de agosto de 2010

El chacachá del tren

“Il faut être absolument moderne!”, decía Rimbaud. Y para aplicarse el cuento y ser absolutamente modernos, los artistas dejaron de pintar a Aníbal y a Ifigenia y se pusieron a pintar trenes. Turner es de los primeros en levantar la liebre, con Lluvia, vapor y velocidad (1844, National Gallery, Londres). Lo que hace modernos a los impresionistas no es que pinten como si fueran miopes, sino que en sus cuadros salen trenes. Ahí tenemos En la estación de Manet (1872-73, National Gallery, Washington), la serie de Monet sobre la estación de Saint-Lazare... y eso por no meternos ya con los futuristas italianos, a los que les faltó poco para elevar la locomotora a los altares, o los desolados paisajes ferroviarios de Giorgio de Chirico (Gare Montparnasse, 1914, MoMA, New York). El tren es el mascarón de proa de la modernidad.

 

¿Y qué pasa con la música? Los musicólogos se suelen contentar con darnos algunos ejemplos de efectos epidérmicos de la obsesión ferroviaria; meras curiosidades como Pacific 231 de Arthur Honegger (1923), una obra sinfónica en la que la orquesta imita los sonidos de la susodicha locomotora. Y poco más. Pero escuchadme, yo os digo que la raíz de prácticamente toda la música que hoy escuchamos está precisamente en el ferrocarril.

 

A lo largo del siglo XIX y principios del XX, el “caballo de hierro” fue extendiéndose de este a oeste en los Estados Unidos; es una pieza clave en la mitología del Western, esa última gran épica. Tendiendo vías férreas trabajaban juntos blancos y negros; hubo un momento primigenio, en aquella época en la que se gestaba toda la tradición folk americana, en el que el blues y el country eran la misma cosa. Los trabajadores ferroviarios cantaban railroad songs, romances de nomadismo, descarrilamientos y desarraigo. Eran canciones que seguían el ritmo hipnótico del tren, del mismo modo que los melismas de la melodía imitaban sus silbidos. Estoy formulando la teoría de que la escala de blues no procede de la herencia africana conservada durante siglos por los esclavos negros (cosa que, con la caña que les metían, me parece bastante improbable), sino de algo que les pillaba mucho más cerca: del silbido de las locomotoras. La mímesis del comportamiento musical del tren sería, pues, el origen directo de: a) rítmicamente, el groove; y b) melódicamente, la escala de blues: los dos elementos del sustrato folk estadounidense que dan origen al blues, al jazz, al rock y a todo lo demás. Pensad en todos los temas clásicos de big band que imitan trenes (de Take the A-Train de Duke Ellington a Chattanooga Choo Choo de Glenn Miller), en Railroad Blues de Sam McGee y en mil temas más que revelan y rinden homenaje a la esencia ferroviaria de la música moderna. Quizás no sea casual que el peso pesado por excelencia del jazz sea precisamente John Coltrane, a quien llamaban Trane. El autor de Locomotion, Grand Central o Blue Train.

 

Y si no me creéis, escuchad lo que tocaba DeFord Bailey. Toda una leyenda.


domingo, 8 de agosto de 2010

Por el culo

            A contrapelo (À rebours, 1884), de Joris-Karl Huysmans, fue una novela emblemática para quienes adoptaron esa actitud de ennui, ese mohín de desdén frente a una sociedad progresivamente más materialista que proscribía los placeres estéticos e intelectuales más refinados, esa pose de dandi hastiado, sofisticado hasta lo ridículo, propia del decadentismo decimonónico. El protagonista, el duque Des Esseintes, a quien el contacto con sus mediocres contemporáneos le acaba por resultar insoportable, emprende la aventura de aislarse completamente de la sociedad y vivir encerrado en su casa de Fontenay, solo con sus libros, sus perfumes y sus neurosis (que, previsiblemente, van in crescendo a lo largo del relato). Especialmente representativo de la línea de pensamiento del duque es el fragmento que transcribo a continuación:

 

            Por lo demás, el artificio constituía para Des Esseintes la marca distintiva del ingenio humano.

 

            Como él decía, la naturaleza ha cumplido ya su tiempo, pues ha llegado a agotar definitivamente la paciencia de los espíritus sensibles y refinados por la repugnante uniformidad de sus paisajes y sus cielos. En el fondo, su banalidad es como la de un especialista confinado en su propio campo, y su mezquindad, como la de un tendero que sólo se limita a vender un único artículo excluyendo los demás; ¡qué monótono almacén de praderas y de árboles, qué banal muestra de montañas y de mares!

 

            De hecho, no existe ninguna de las invenciones de la naturaleza, por más sutil o grandiosa que se la considere, que el ingenio humano no sea capaz de crear; no existe ninguna selva de Fontainebleau, ningún claro de luna, que no puedan ser reproducidos mediante decorados y efectos luminosos con focos eléctricos; ninguna cascada que un sistema hidráulico no pueda imitar admirablemente; ninguna roca que el cartón piedra no llegue a fingir; ninguna flor que no pueda ser igualada por un selecto tafetán y por ingenioso papel pintado.

 

            Sin ningún género de duda, la naturaleza, esa sempiterna vieja chocha, ha agotado ya la paciente admiración de los verdaderos artistas, y ha llegado el momento de sustituirla, siempre que sea posible, por el artificio.

 

            He aquí la actitud del dandi, la apuesta estética y vital por lo artificial, por todo aquello que va contra natura. La sublimación de las aspiraciones de Des Esseintes le llega por casualidad, cuando, a causa de un problema digestivo, se ve obligado a alimentarse mediante soluciones líquidas administradas vía rectal: ¡Qué ahorro de tiempo, qué solución tan radical para verse libre de la repugnancia que inspira la carne a los que no tienen apetito! (...) Y, en fin, ¡qué manera tan decisiva de insultar en pleno rostro a la vieja naturaleza cuyas monótonas exigencias quedarían para siempre eliminadas!

 

            Ciento veinte años más tarde, la evolución social y tecnológica ha puesto al alcance de cualquiera el ideal de Des Esseintes. Hoy, que ya no hay dandis (con permiso de don Luis Antonio de Villena), encontramos a patadas jóvenes que se aíslan de la vulgaridad de su entorno físico y pasan el día en pequeñas habitaciones oscuras asomados a la ventana de la pantalla de su ordenador. Son los nerds. Tienen a su disposición un menú visual e interactivo prácticamente infinito, en el que pueden vivir aventuras de fantasía medieval, sumergirse en paisajes artificiales, presenciar las aberraciones sexuales más extraordinarias; pueden conocer almas puras a través de las redes sociales, entes bidimensionales que se desnudan frente a una webcam, sin los inconvenientes que implica su presencia corpórea. El mundo virtual ofrece hoy día muchas más, y más refinadas, posibilidades que el mundo real. Los nerds predican con su aspecto físico su desapego respecto de la vulgar realidad: gafas de gruesos cristales, piel de una palidez vampírica, y una tendencia a la obesidad fruto del desprecio que, como Des Esseintes, sienten por el ritual de la nutrición y despachan de la manera más rápida y artificial posible, a través de la ingesta de hamburguesas y pizzas industriales. He aquí un rechazo de la naturaleza y una inmersión en el artificio más radicales que las descritas por Huysmans en A contrapelo. Quizá esta nueva élite de la virtualidad, los nerds, también acabe alimentándose por el culo.

viernes, 16 de julio de 2010

Lo portentoso

“Es posible, por cierto, que el terror y la compasión resulten del espectáculo, pero es posible también que deriven de la trabazón misma de los hechos, lo que es preferible de un poeta mejor. Es menester, en efecto, que el argumento esté trabado de tal forma que, aun sin verlos, el que escuche el acaecimiento de los hechos se estremezca y sienta compasión a raíz de los acontecimientos. Esto es lo que experimentaría quien escuchara el argumento del Edipo. En cambio, el procurar estas sensaciones mediante el espectáculo es más ajeno al arte y requiere gastos para la puesta en escena. Y los que pretenden suscitar mediante el espectáculo, no el terror, sino lo portentoso, nada tienen que ver con la tragedia, pues de la tragedia no se debe intentar derivar cualquier tipo de placer, sino el que le es propio” (Aristóteles, Poética, 1453b).

El estagirita suele encauzar sus reflexiones al propósito de llamar las cosas por su nombre, encontrar nombres para las que no lo tienen, ordenar las ideas y evitar así la confusión y ayudarnos a pensar más claramente. Por eso no está de más releerlo y que nos recuerde la diferencia entre arte y espectáculo. Os recuerdo que estamos sumergidos en una sociedad cuyas manifestaciones culturales tienden a aparecer envueltas en una escenografía deslumbrante, y que precisamente esto suele ser síntoma de que debajo del envoltorio no hay nada. Un cine cada vez más banal y vacío de contenido se esconde bajo un manto de efectos especiales. Año dos mil diez, muere en silencio Eric Rohmer mientras triunfa estrepitosamente el cine 3D. Es la cultura del eye candy. Igualmente, el público de los conciertos exige espectáculo, y confunde la música con la puesta en escena. Buscan lo que Aristóteles llama “lo portentoso” (to tepatwdes) y permanecen ciegos y sordos a los goces más sutiles pero más profundos que proporciona la música en sí. Como la contemplación de la belleza, esa categoría que, paradójicamente, es intemporal pero está un poco pasada de moda. ¿Y qué es la belleza? Eso Aristóteles lo tenía clarísimo: “la belleza consiste en la medida y el orden” (Po. 1450b). Ahí queda eso.

domingo, 11 de julio de 2010

Martín Ramírez

            Hoy voy a hacer algo diabólico: os voy a recomendar una exposición, pero mañana es su último día. Se trata de la que acoge el Reina Sofía en torno a la obra del mexicano Martín Ramírez (1895-1963). Este es uno de esos “artistas locos”, en el sentido clínico y literal de la palabra, que se vienen reivindicando desde que Prinzhorn publicara, allá por los años veinte, sus investigaciones sobre la producción plástica de los enfermos mentales. Se les ha venido conociendo como “artistas marginales”, o outsiders; presentan un atractivo para el público que se remonta a esa superstición que relaciona la locura con la iluminación. De acuerdo con este punto de vista, niños, borrachos y locos están más cerca que nosotros de ese lugar místico que es el manantial de la creatividad pura. Pues bien, yo no sé si habrá en esto algo de verdad, pero en cualquier caso Martín Ramírez, autodidacta y de extracción social humilde, desarrolló durante sus treinta y dos años de reclusión en manicomios un estilo extraordinariamente sintético y poderoso, cuajado de vislumbres directos de esos principios arcanos, agazapados en la oscuridad, esas sales minerales que alimentan la raíz de todo arte: simetría, crecimiento, repetición, tedio.

 

            Simetría despiadada. Así en la Tierra como en el Cielo. La ley del espejo y de las alas de mariposa. Composiciones estrictamente simétricas respecto de un eje central. Dos ojos, dos piernas, dos tetas... ¿es que acaso te vas a conformar con un solo amante, Areúsa? Lo que ves a la izquierda encuentra fatalmente su réplica invertida a la derecha.

 

            Crecimiento. Un arco que es contenido por otro arco que es contenido por otro arco que es contenido por otro arco que... El principio de la espiral centrífuga. Como esos sueños febriles en que las cosas se hacen más y más grandes, hasta alcanzar una escala angustiosamente inabarcable. Un mariachi a caballo toca una trompeta cuya campana se ensancha, como el cáliz de una flor carnívora desmesurada, hasta superar las dimensiones de mariachi, caballo y paisaje. “Cómeme”, reza el cartel junto al pastelito. Y Alicia va y se lo come.

 

            Repetición. ¡Gloriosas tapicerías, cenefas interminables! Arcos, túneles y líneas paralelas que se multiplican como un mantra. El mismo cuadro de trenes o cervatillos pintado media docena de veces. Siempre idéntico. La revelación llega por la repetición. Preguntadle a los lamas, o a las que rezan el Rosario, ¡malditos descreídos! La multiplicación de los panes y los peces es lo más maravilloso de los evangelios, y no es un milagro de índole económica, sino estética. Como esos sueños febriles en que las cosas se reproducen ad infinitum. El infinito nos aterra, nos excede, nos bloquea. La repetición conduce a la náusea del abismo, a lo sublime.

 

            Y el tedio. Lo banal entretiene, lo trascendental aburre. Y la fascinación es una golondrina que anida en los acantilados del tedio. Con sus huevos nos haremos una tortilla. Me está entrando un hambre...

domingo, 4 de julio de 2010

Punto de nieve

            Escuchando la banda sonora de “Koyaanisqatsi” (¿lo he escrito bien?), esa fascinante página de Philip Glass, me entró de pronto una cierta incomodidad. En una de las secciones, una trompa repite obsesivamente un patrón rítmico durante varios minutos; en la grabación, a cargo de una orquesta absolutamente intachable, se percibe claramente la angustia del trompista, que sale ileso de semejante tour de force, pero a costa de pequeñas imprecisiones en la ejecución del implacable flujo de corcheas: imprecisiones por cierto inevitables si pretende respirar en algún momento. Algo parecido me ocurre siempre que escucho al saxofonista en “Einstein on the Beach”: no puedo dejar de maravillarme de la capacidad técnica de ese tipo que desgrana arpegios en respiración circular a lo largo y ancho del segundo cuadro de la ópera... pero ¿no es absolutamente antinatural pedirle al saxofonista que no respire? Supongo que estas cosas ocurren cuando para el compositor la partitura es más importante que los músicos. Los compositores minimalistas tienden a considerar a los músicos como meros operarios mecánicos, y por eso a los músicos (que, contra lo que muchos piensan, son animales de sangre caliente) no les suele gustar interpretar obras de Reich, Glass, Adams y sus congéneres.

 

            ¡Oídme, compositores! El desarrollo natural de una frase cómoda en los instrumentos de viento debería corresponder a la espiración en un ciclo respiratorio completo. El músico no puede disfrutar de la interpretación si no está cómodo, y si el músico no disfruta de la interpretación el público tampoco lo hará. Pero, más allá de las particularidades de los vientos, hay otros instrumentos a los que las repeticiones cíclicas les sientan como un guante. Piano, guitarra... sobre todo percusión, el agente de groove por excelencia. El arco de los instrumentos de cuerda frotada, cuando ataca patrones obsesivos, desarrolla un dinamismo similar a ese tan familiar y doméstico de batir claras a punto de nieve. Escuchad la versión para violín y piano de “Fratres” de Arvo Part; el violinista haría una masa para buñuelos perfecta. Por cierto, que el bacalao para el relleno debe estar desalándose en la nevera al menos un par de días antes, y cambiando el agua cada ocho horas.