martes, 14 de julio de 2009

Variaciones Cronshaw

Hoy lo primero que voy a hacer va a ser daros las gracias. Al lanzarme a la aventura de escribir un blog (o lo que demonios sea esto) no era otra mi intención que reflexionar en voz alta, plasmar por escrito el escombro de ideas que genera mi mente para ver si es posible reconvertirlas en material de construcción, y de paso compartirlas con aquellos de mis colegas que pudieran estar interesados. Pues bien, el resultado ha superado mis expectativas: pese a que sé que mis entradas no son precisamente lectura ligera, he visto un interés real, y los comentarios e impresiones que me llegan de vosotros son de lo más motivador, me descubren caminos, lecturas e interpretaciones diferentes, y me han hecho descubrir que Malditos músicos es, y debe ser, una obra abierta. Una de las observaciones más certeras me la lanzó el otro día a bocajarro Juan Camacho; habéis de saber que Juan Camacho no sólo es colombiano, guitarrista y compositor de títulos como Viajero en el metro apoyando la barbilla en la mano, Náufrago cruzando la pasarela sobre la autopista o Los artesanos encuentran a Dante camino del infierno (este último inédito), sino que además es un tipo muy sesudo, y por eso le concedí el mayor de los créditos cuando me comentó: “He leído tu blog. Está muy bien, pero… ¿y qué?” That is the question. ¿Y qué? Tapicerías, laberintos… Todo esto tiene que ser una tapadera. ¿No se supone que esto es un blog sobre música? ¿Adónde quiere ir a parar Alex Cid? ¿Qué es lo que pretende? ¿Cuáles son sus siniestros propósitos?

Pues bien, os lo aclararé. Esto pretende ser el diario de una investigación, una investigación sobre estética. Y una investigación puede ser de dos tipos: uno es aquél en el que se conoce de antemano el resultado al que se quiere llegar, y con tal fin se manipulan –consciente o inconscientemente- los hechos, se fuerza la lógica del discurso y se encauza el razonamiento para desembocar triunfalmente en nuestra meta cognoscitiva prefijada. El otro tipo de investigación es el de quien se lanza sin paracaídas a un abismo de ignorancia, desconociendo el resultado al que puede llegar, y hasta si llegará a algún tipo de resultado. Esto pretende ser una investigación de este segundo tipo, pues ésta es la actitud del verdadero aventurero de la ciencia, el que no conoce nada más allá del camino recorrido y tiene que conquistar terreno a la oscuridad centímetro a centímetro, retroceder a veces en un cul-de-sac, rehacer una y otra vez el mapa de lo conocido… en ese sentido, cualquier investigación es un laberinto en sí misma; y una búsqueda como ésta, que pretende ser en cierto modo una investigación sobre los laberintos, sería un metalaberinto en toda regla. La cuestión se complica desde el momento en que fijamos el terreno de juego: se trata de la estética, disciplina escurridiza donde las haya; la materia de la que está hecha es subjetividad pura (“stuff that dreams are made of”, como dice Bogart en El halcón maltés). Como hipótesis de trabajo, creo en la existencia de una “gramática” de la estética, pero su funcionamiento no es jurisdicción de la razón, sino que se rige por una elusiva lógica poética que entra de pleno en la órbita de lo irracional. La metáfora es el álgebra de la poesía. Por eso esta investigación, esta búsqueda del Santo Grial que es Malditos músicos, está condenada a no encontrar leyes universales, conclusiones categóricas ni nada por el estilo, sino tan sólo imágenes, correspondencias místicas, sombras de sueños, las contradicciones inevitables de un laberinto de espejos. En El péndulo de Foucault, Umberto Eco nos presenta un manuscrito que se puede descifrar como un código esotérico o como una lista de lavandería, y ambas interpretaciones son igualmente demostrables y válidas. Desde el momento en que abandonamos el terreno de las ciencias exactas, sabemos que cualquier búsqueda va a acabar inevitablemente en un laberinto… en una trampa.

En efecto, después de Tapicerías y La casa de Asterión mi intención era continuar con ese hilo de pensamiento en un artículo que llevaría el título La poética de la trampa. El ornamento se convierte en laberinto, el laberinto se convierte en trampa. Sin embargo, aquí el terreno se vuelve especialmente escabroso, y me veo obligado a darle aún unas cuantas vueltas más antes de atreverme a escribir sobre ello. Como cuando echábamos un vistazo a los laberintos, el mundo de la trampa está regido por la ley del equívoco, de las máscaras y los disfraces… baste decir que todo esto implica que, de alguna manera, un creador se dedica a hacer trampas, y eso no está bien visto sobre ningún tapete de juego. Por absurda que parezca la idea, está bien anclada en nuestro imaginario. De un buen libro, una serie o una película decimos que nos atrapa, que nos engancha como si fuéramos besugos mordiendo un anzuelo. En esta relación entre contemplación y cautividad, y en el diseño de trampas estéticas, creo haber encontrado un eslabón importante de ese sistema universal de lógica poética… pero necesito aún un poco más de tiempo, porque las ideas están aún crudas y necesitan un poco más de cocción (por supuesto, en la olla… ¡qué símil tan afortunado debemos, una vez más, a la cultura popular!). Os adelanto que la cosa tiene enjundia y seguro que va a traer polémica, así que echad a temblar cuando termine de amueblarme la cabeza y me decida a publicarlo. Permanezca en sintonía.

Aparentemente os he dado una respuesta a la pregunta filosófica de Juan Camacho, ese inmenso “¿y qué?”: Alex Cid os está conduciendo de cabeza… ¿a dónde? Está clarísimo: a una trampa. ¡Mierda!

Hay quien se queja de que el contenido de Malditos músicos no tiene mucho que ver con la música. Aquí, en efecto, se habla de tapices y laberintos, pero no como manifestación plástica, sino como experiencia estética. En realidad, la ley que gobierna el desarrollo de un patrón ornamental, en cuanto fenómeno rítmico, es el tiempo. Merece la pena detenerse un poco en esta dualidad engañosa entre manifestaciones plásticas y sonoras; comparando música y pintura, Kandinsky escribió: “En lo que se refiere al empleo de la forma, la música puede obtener resultados inasequibles a la pintura. La música, por otro lado, no tiene algunas de las cualidades de la pintura. Por ejemplo, la música dispone del tiempo, de la dimensión del tiempo. La pintura, que no posee esta característica, puede sin embargo presentar al espectador todo el contenido de la obra en un instante” (De lo espiritual en el arte). ¿Suena razonable? Pues es verdad sólo a medias. Con permiso de Kandinsky, quiero llamar la atención sobre el hecho de que la experiencia estética, tanto de la pintura como de la música, se desarrolla necesariamente en el tiempo. Mark Rothko la describe como un viaje; la cita de su ensayo La realidad del artista que reproduzco a continuación es muy reveladora: “En la pintura, la plasticidad se logra mediante una sensación de movimiento, tanto hacia el interior del lienzo como fuera del espacio anterior a la superficie del lienzo. En realidad, el artista invita al espectador a hacer un viaje dentro del ámbito del lienzo. El espectador debe moverse con las formas del artista, hacia dentro y hacia fuera, por debajo y por encima, en diagonal y en horizontal; debe seguir la curva de las esferas, atravesar túneles, deslizarse por pendientes a veces, realizar una proeza aérea volando de punto en punto, atraído por algún imán irresistible a través del espacio, adentrándose en los lugares más recónditos y misteriosos, y si el cuadro es acertado, hacerlo a intervalos variables y relacionados entre sí. […] Son estos movimientos los que constituyen la esencialidad especial de la experiencia plástica. Si no realiza el viaje, el espectador realmente se pierde la experiencia esencial del cuadro”. Rothko continúa diciendo: “Aunque no queramos transmitir la idea de que los lenguajes de la pintura y de la música son intercambiables, aquí una analogía puede aclarar lo que pensamos. Un oyente puede recostarse en su sillón y verse invadido por las oleadas sensuales de la música afrodisíaca o narcótica. Incluso puede encontrar el placer siguiendo el ritmo con el pie, disfrutando de cada cambio momentáneo de intervalo. Sin embargo, si esto es la suma total de su reacción, entonces no habrá experimentado la pieza de música. A menos que haya viajado con el compositor, subiendo y bajando por las escalas y atravesando los corredores de la polifonía, y haya observado con tino la relación de los elementos entre sí durante el viaje, sólo habrá experimentado una placidez sensual no muy alejada de la que provoca un frasco de perfume derramado”. Travelling without moving: sin tiempo no hay viaje posible. Puesto que la experiencia estética se canaliza a través de una realidad física y sensible (las vibraciones de la luz o del sonido), su vehículo será el tiempo, porque el tiempo es el ámbito donde la realidad encuentra cohesión. “¿Es el tiempo una función del espacio? ¿O es lo contrario? ¿Son ambos una misma cosa? ¡Es inútil continuar preguntando! El tiempo es activo, posee una naturaleza verbal, es productivo. ¿Y qué produce? Produce el cambio”; este párrafo pertenece a La montaña mágica, de Thomas Mann, una novela que es en sí misma una desmesurada parábola sobre el tiempo. Fijaos que Mann era escritor, así que atribuye al tiempo una naturaleza verbal; un músico hablaría de la naturaleza musical del tiempo. ¿Y no es significativo que lo identifique con una máquina de cambios? En la jerga de los músicos de jazz, se llama cambios (changes) a la sucesión de acordes que constituye el esqueleto de un tema. Lo que tiene que hacer un improvisador es eso, play the changes.

De alguna manera, estos changes también conforman un laberinto, por el que las líneas melódicas del improvisador serpentean y se retuercen. Desde el nacimiento del bebop, el hilo de Ariadna que nos guía por los cambios es típicamente una cadena continua de corcheas. El motor de frases, arpegios y escalas que despliega la mano derecha del pianista o que vomita la campana de un viento son un poco como esas miguitas que Hansel y Gretel dejaban en el bosque para no perderse; los pajaritos y las ardillitas se las comen y hay que volver a sembrarlas en el siguiente coro, y así ad infinitum, una especie de mito de Sísifo en versión nightclub. Por cierto que, al igual que Hansel y Gretel, después del concierto los músicos pueden correr peligro de acabar en casa de una bruja. Pero a lo que iba, cualquier músico que haya estudiado temas como Giant Steps, Countdown o alguna otra de esas locuras de John Coltrane, sabe perfectamente lo que es un laberinto: un laberinto vertiginoso de acordes comprimidos en minúsculas unidades de tiempo. Y quien esté aún más hambriento de disquisiciones sobre el jazz y el tiempo, que se lea o se relea El perseguidor, de Cortázar.

“¿Y qué?”… Creo que con lo dicho queda un poco más justificada esta fijación mía por los patrones ornamentales, los callejones sin salida, los senderos que se bifurcan en el espacio-tiempo. La música no es sino un ornamento, guirnaldas que colgamos de los segundos que pasan, celebrando el transcurrir del tiempo. Tapicerías. El elemento simbólico que ocupa el corazón de la novela Servidumbre humana de Somerset Maugham es precisamente un tapiz persa, el que Cronshaw, poeta maldito, regala al protagonista, Philip Carey; un tapiz que es en sí mismo un acertijo y que acaba revelando su verdadero significado como metáfora del acontecer humano. Me despido; os dejo en el París de comienzos del XX, junto a la mesa de un café bohemio donde Cronshaw y Carey conversan frente a una botella.

“-¿Ha estado alguna vez en el museo de Cluny? Hay allí tapices persas que ostentan los colores más exquisitos y un dibujo cuya maravillosa complicación resulta deliciosa y sorprendente. En esos tapices encontrará usted el misterio de la belleza sensual de Oriente, las rosas de Hafiz y la copa de Omar. Pero a poco que se fije verá usted muchas más cosas. Me había usted preguntado cuál es el significado de la vida. Vaya a ver esos tapices cualquier día de éstos y encontrará usted en ellos la respuesta.
-Se muestra usted misterioso.
-Estoy borracho”.

3 comentarios:

  1. Me encanta la analogía entre las miguitas de Hansel y Gretel y cómo uno se enfrenta al paso de los acordes en el tiempo cuando intenta tocar jazz. Paco de Lucía lo explicaba como los postes de electricidad que van pasando a toda velocidad cuando se viaja en tren. Si uno se concentra en un poste, inmediatamente pasa y hay que concentrarse en otro, y así sucesivamente.

    Comparas música con artes plásticas en relación al tiempo. ¿Dónde y cómo situaríamos al cine? (quizá merezca una o varias entradas en este blog).

    Y es que ya lo decía el mismísimo Michael Brecker: Time Is of the Essence.

    ResponderEliminar
  2. Es increíble lo bien que escribes, Álex, y no veo cómo se puede pensar que el blog no es de música. Me parece música en el fondo y en la forma. Es complicadísimo traducir en palabras este tipo de conceptos y experiencias y me parece que lo estás logrando con este blog que resulta a la vez filosofía, literatura, historia, psicología... y música, claro.

    Sigue así.

    Leila

    http://www.unmundollenodemundos.blogspot.com

    ResponderEliminar
  3. Me abruma tu sapiencia. Sigue así, oye. Y lo peor es que me lo estoy tragando todo como la más exquisita revelación. Me preocupa porque soy por naturaleza escéptico en la cuestión de racionalizar la poética. Te dedico una de Benedetti que describe mi receptividad a los resultados de tus investigaciones, sobre todo habiendo sido advertido que tus laberintos tienen trampa:
    "no vayas a creer lo que te cuentan del mundo
    aun los que te aman mienten sobre él
    probablemente sin saber que mienten"
    Sólo dos comentarios:
    Uno. Realmente la única forma de investigar es la segunda que expones. La primera es trampa y la peor trampa es la que uno se tiende a sí mismo.
    Dos. Ahora los besugos no se pescan con anzuelo. Por desgracia se pescan con unas redes de arrastre que se llaman "mass media". Te ruego sigas fomentando las artes de pesca tradicionales.

    ResponderEliminar