Hoy voy a hacer algo diabólico: os voy a recomendar una exposición, pero mañana es su último día. Se trata de la que acoge el Reina Sofía en torno a la obra del mexicano Martín Ramírez (1895-1963). Este es uno de esos “artistas locos”, en el sentido clínico y literal de la palabra, que se vienen reivindicando desde que Prinzhorn publicara, allá por los años veinte, sus investigaciones sobre la producción plástica de los enfermos mentales. Se les ha venido conociendo como “artistas marginales”, o outsiders; presentan un atractivo para el público que se remonta a esa superstición que relaciona la locura con la iluminación. De acuerdo con este punto de vista, niños, borrachos y locos están más cerca que nosotros de ese lugar místico que es el manantial de la creatividad pura. Pues bien, yo no sé si habrá en esto algo de verdad, pero en cualquier caso Martín Ramírez, autodidacta y de extracción social humilde, desarrolló durante sus treinta y dos años de reclusión en manicomios un estilo extraordinariamente sintético y poderoso, cuajado de vislumbres directos de esos principios arcanos, agazapados en la oscuridad, esas sales minerales que alimentan la raíz de todo arte: simetría, crecimiento, repetición, tedio.
Simetría despiadada. Así en la Tierra como en el Cielo. La ley del espejo y de las alas de mariposa. Composiciones estrictamente simétricas respecto de un eje central. Dos ojos, dos piernas, dos tetas... ¿es que acaso te vas a conformar con un solo amante, Areúsa? Lo que ves a la izquierda encuentra fatalmente su réplica invertida a la derecha.
Crecimiento. Un arco que es contenido por otro arco que es contenido por otro arco que es contenido por otro arco que... El principio de la espiral centrífuga. Como esos sueños febriles en que las cosas se hacen más y más grandes, hasta alcanzar una escala angustiosamente inabarcable. Un mariachi a caballo toca una trompeta cuya campana se ensancha, como el cáliz de una flor carnívora desmesurada, hasta superar las dimensiones de mariachi, caballo y paisaje. “Cómeme”, reza el cartel junto al pastelito. Y Alicia va y se lo come.
Repetición. ¡Gloriosas tapicerías, cenefas interminables! Arcos, túneles y líneas paralelas que se multiplican como un mantra. El mismo cuadro de trenes o cervatillos pintado media docena de veces. Siempre idéntico. La revelación llega por la repetición. Preguntadle a los lamas, o a las que rezan el Rosario, ¡malditos descreídos! La multiplicación de los panes y los peces es lo más maravilloso de los evangelios, y no es un milagro de índole económica, sino estética. Como esos sueños febriles en que las cosas se reproducen ad infinitum. El infinito nos aterra, nos excede, nos bloquea. La repetición conduce a la náusea del abismo, a lo sublime.
Y el tedio. Lo banal entretiene, lo trascendental aburre. Y la fascinación es una golondrina que anida en los acantilados del tedio. Con sus huevos nos haremos una tortilla. Me está entrando un hambre...
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