En la entrada inaugural de este blog, “Tapicerías”, estuve delimitando las diferencias entre géneros musicales concebidos de forma narrativa y aquéllos con un carácter más ornamental. La belleza potencial de estos últimos emana de un carácter pasivo y estático que invita a la contemplación, un goce estético del tipo que experimentamos al contemplar un paisaje. No es casual que este tipo de composiciones contemplativas y atmosféricas sea aludido a veces como soundscape, “paisaje sonoro”. El paisaje no interpela directamente al espectador, sino que existe de por sí, y es nuestra propia voluntad la que opta libremente por ignorarlo o por introducirnos psíquicamente en él y empatizar con su belleza. La naturaleza misma del fenómeno estético al que nos enfrentamos determina si nuestra actitud ante él va a ser activa o pasiva, y ésta va a ser siempre del polo opuesto a la que adopta dicho fenómeno. Voy a recurrir una vez más al ejemplo extremo del tren de la bruja. ¿Conocéis el “Pasaje del Terror”? Es un caso radical de inmersión en un entorno dramático, una verdadera lección magistral de arte proactivo: los protagonistas de la mascarada se manifiestan entre nubes de humo, gritos y efectos especiales; persiguen al público con cuchillos y sierras eléctricas. Creo que el teatro experimental ha intentado cosas parecidas, con resultados mucho más mediocres, tanto en efectividad como en éxito de público. En este caso, el espectador es también víctima, y queda relegado a un papel pasivo mientras la obra le agrede y le amenaza. El cine de acción actúa de manera muy parecida: las películas de Jackie Chan son la muestra más delirante de ese cóctel de coreografías de artes marciales y ritmo narrativo vertiginoso que reducen al patio de butacas a un estado de perplejidad boquiabierta. Hace un par de semanas hablaba con un amigo estadounidense, muy sorprendido de que el cine de Woody Allen tuviera tanto éxito en Europa: “¿qué pasa en las películas de Woody Allen? No pasa nada, nada más que el tipo hablando, y una historia de pareja sin nada especial, y todo muy lento. Me aburre. Cuando yo voy al cine, y pago la entrada con mi dinero, tengo derecho a exigir acción. No me voy a sentar en una butaca durante dos horas para ver una película en la que no pasa nada”. Comprar una ración de acción: es el mismo principio de aquellos autómatas decimonónicos, robots de hojalata con alma de relojería que permanecían inmóviles hasta que una moneda despertaba su mecanismo; y entonces la muñequita danzaba un minué, el capitán saludaba levantando la gorra y el mago oriental leía el futuro y vomitaba tarjetitas con predicciones por una ranura. En Barcelona, en el Tibidabo, había un museo de autómatas... si sigue abierto, os recomiendo hacer una visita a estos artilugios macabros y mohosos que muestran sus habilidades a cambio de un óbolo.
Al otro cabo de la cuerda, están las formas de experiencia estética que se alinean con el paisajismo. Un paisaje es un fenómeno pasivo, ergo exige una actitud activa por parte del espectador para respirar su atmósfera. Ahora que van a hacer cien años de su nacimiento, invoco a Akira Kurosawa (aunque también venga del lejano Oriente, no tiene nada que ver con Jackie Chan), a los planos estáticos, congelados, de Ran, Los sueños, Dersu Uzala o Kagemusha. Kurosawa apela a la atención contemplativa, meditativa, por parte del espectador, y desde el momento en que requiere la participación activa de la energía evocadora del público, sus escenas-paisaje obran el milagro de una reacción química emocional. Francisco Calvo Serraller, el catedrático de Historia del Arte, dijo un día en clase que el verdadero arte exige un esfuerzo por parte del espectador; aquello que no exige nada, sino que es puramente presentativo y reduce al espectador a un papel pasivo, es banal. Buen ensayo para una definición de banalidad. Un punto para don Paco.
De acuerdo con las convenciones pictóricas, el paisaje es un telón de fondo sobre el que se superpone el motivo principal. El paisaje es un bosquecillo difuminado a la espalda de la Mona Lisa, es el atardecer sangriento de Mühlberg detrás de Carlos V y su caballo. Pero ¿qué pasa si la Gioconda se ha ido de vacaciones? ¿O si el insigne Habsburgo abandona el lienzo para hacer una visita al baño? Entonces lo que nos queda es el paisaje, y una ausencia parlante que debemos llenar nosotros, como espectadores, con nuestra propia energía emocional. Un paisaje vacío nos ofrece la alternativa de entrar psíquicamente en su ámbito. En aquellas ambiciosas composiciones que pintaban los pompiers, los académicos decimonónicos franceses, se aprietan tantos romanos y cartagineses, tantos napoleones y bonapartes, que no hay sitio para nosotros; por contra, acercaos al Thyssen a ver ese “Deshielo en Vétheuil” de Monet para comprobar cómo aquel tipo que tan sólo pintaba lo que veía (Monet era un ojo) consigue implicarnos emocionalmente en una atmósfera casi sagrada, de invierno y de silencio.
Pero voy a ir al grano, que a este paso voy a tener que abrir un blog paralelo que se llame “Malditos pintores”... ¿Cómo se traduce esto en música? En inglés está clarísimo: usan la misma palabra, background, para el decorado de una escenografía teatral, para el paisaje que proporciona fondo y perspectiva a un cuadro, y para el acompañamiento musical. Ese bajo de Alberti que queda cuando le cortamos la mano derecha al pianista en mitad de una sonata de Mozart. Cuando yo era adolescente y estudiaba música, desarrollé una enorme simpatía por los acompañamientos; siempre me daba la sensación de que al aparecer la melodía se echaba algo a perder de la mágica expectación creada previamente por el background. La melodía es esa figura que siempre quiere estar en primer plano (vamos, lo que se viene a llamar una chupacámaras), y aspira a quedarse de inquilina en nuestro cerebro, allá donde se alojan las melodías pegadizas. De modo que ya con catorce años sentía el impulso de escribir música en la que el acompañamiento se viera liberado de su papel servil y pasara a un primer plano. Entonces aún no lo sabía, pero la mía era una vocación de paisajista.
¿Cuándo y cómo se empezaron a componer paisajes sonoros? No lo tengo muy claro... Pienso en ese interminable acorde estático de mi bemol mayor con que arranca la Tetralogía de Wagner, pienso en Scriabin y sus masas orquestales etéreas... Pienso sobre todo en Debussy, en La catedral sumergida, Nubes, en el Preludio a la siesta de un fauno (¡qué fino hiló Vd. con el título, monsieur Mallarmé, al dedicarle un poema a una gayola!). Se trata de obras y fragmentos donde predomina la textura sobre la melodía; quedan atrás los recursos retóricos de esas formas musicales con las que la tradición había lastrado a los compositores. En estos ejemplos de Debussy, el oyente se ve rodeado por la neblina de una atmósfera sonora indefinida sin ninguna referencia firme donde agarrarse; los motivos melódicos aparecen y desaparecen como espejismos. Esta incursión por terra incognita se convierte en todo un precedente para los compositores del XX, que se lanzan a explorar el mundo de las texturas; en su golpe de estado, no dudan en defenestrar a su majestad la melodía, que jura venganza y se hace fuerte entre la plebe. En efecto, la élite académica del XX, desde su trinchera de los conservatorios, no dudará en calificar despectivamente como “música melódica” a los géneros populares. Y avanza el siglo, y cicatrizan las guerras mundiales, y perdemos de vista a los compositores de “música culta” (así se autodenominan), solos y aislados en su bunker de marfil, resistiendo el asedio gracias a las subvenciones... ¿cuánto tiempo aguantarán aún? Y descubrimos que en el mundo de lo que estos señores llaman “música ligera” (es decir, todo lo que no es lo que ellos hacen, de Coltrane a Peret), los soundscapes se abren un hueco en el entorno musical global. Los experimentos electroacústicos de Raymond Scott, In a Silent Way de Miles Davis, el rock psicotrópico, el new age, el minimalismo, el dub jamaicano... La música de baile electrónica entra de lleno en esa senda iniciática del soundscape que exige como rito la negación de la melodía; quizá el punto de no retorno llega en torno al año ochenta, cuando un puñado de gays afroamericanos se empiezan a juntar en Chicago en un antro oscuro, The Warehouse, para bailar aquellos temas hipnóticos que pinchaba Frankie Knuckles; un estilo musical que dieron en llamar House en honor al garito anfitrión. Hicieron historia. En cierto sentido, la evolución del paisaje sonoro en la música popular desde los 60 hasta hoy corre paralela a una historia social de las drogas. No hay dub sin marihuana, ni psicodelia sin LSD, ni techno sin éxtasis, y me da la sensación de que cuando Miles grabó In a Silent Way no estaban a caramelos de menta precisamente... En cuanto a los new age, usan formas más sanas y recomendables de alcanzar estados alterados de consciencia, como yoga o meditación. Aunque me temo que son menos eficaces.
Cuando una obra musical traslada el paisaje al primer plano, esto no implica necesariamente la eliminación total del elemento melódico; del mismo modo que en Debussy, las sesiones de música electrónica más deep esconden fantasmas de melodías que no llegan a hilarse en un continuum, retales fraseológicos que no acaban de formar un discurso retórico sólido. Es típico de la técnica del remix aislar unidades mínimas de la melodía vocal original, de modo que pierden su entidad propia y se convierten en un elemento más del groove. Las palabras llegan a perder su significado... ¿quién no ha experimentado ese espejismo acústico, tan típico en el house, de escuchar en la discoteca un sample vocal repetido obsesivamente hasta que percibimos claramente palabras que no tienen nada que ver con el significante original? Monja, monja, monja, mon, jamón, jamón, jamón... Algo parecido ocurre con los contornos melódicos que flotan en un background sin formar parte de un conjunto narrativo... Son como los pictogramas que salpican los cuadros de Klee o Miró; como esos microorganismos, esas fantasías minerales que pueblan los horizontes desnudos de los cuadros de Yves Tanguy. Son seres que vagan, trozos de ectoplasma que no se relacionan unos con otros. Pensad en Ran, de Kurosawa: figuras lejanas, aisladas, inmóviles, azotadas por el viento; pequeños vectores de pathos en un paisaje solemne. Son esos cantos de pájaro irreales, metalizados, que Messiaen dejaba caer en un cosmos sonoro de sacra quietud (mucho de esto en De los cañones a las estrellas, por ejemplo). En efecto, hay otra manera de relacionar la melodía con el paisaje sonoro que la rodea, de romper la jerarquía dualista entre foreground y background. Os debo todavía una explicación sobre ese tema que tanto me interesa, el de la obra de arte considerada como trampa. Pero os adelanto que, si un paisaje sonoro es una trampa, la melodía es... el cebo.